AÑO SANTO
Significado original y profundo del Año Santo en el Cristianismo, su razón de ser desde su creación como elemento de equilibrio social.
JOSÉ ANTONIO PARRA TOMÁS
José Antonio Parra en Asociación la Tortuga de El Charco
12/14/202412 min read


En este archivo, que no es religioso, quiero exponer la lucha en las primeras sociedades humanas por mejorar la vida y los derechos sociales de los menos favorecidos. Así, ya conocemos el Código de Hammurabi, en Mesopotamia, y la Ley de las Doce Tablas, establecida en la república romana. Ahora, os propongo otra posición sobre el tema, realizada por el pueblo de Israel, desde el punto de vista de un régimen teocrático.
El año próximo, 2025, es un Año Santo, que comenzará oficialmente el 24 de diciembre de 2024 a las 19:00 horas, con el rito de Apertura de la Puerta Santa de la Basílica de San Pedro por parte del Papa. Fue anunciado por Juan Pablo II al finalizar el Jubileo de 2000.
Cada 25 años, los cristianos del mundo entero oyen hablar de la llegada del Año Santo, llamado también Año del Jubileo. Algunos no saben bien lo que es. Otros conocen que se trata de un año especial para conseguir indulgencia por los pecados cometidos, visitando alguna iglesia y rezando ciertas oraciones. Los más informados han oído hablar incluso de la “Puerta Santa” en el Vaticano, que el Papa abre únicamente ese Año para que pasen los peregrinos en busca de conversión, y que después vuelve a sellar hasta el próximo Año Santo. En cualquier caso, todos sienten que se trata de un año de gran significado espiritual y religioso.
Pero, ¿de dónde sacaron los católicos la costumbre de celebrar el Año Santo? En realidad, la celebración del Año Santo, la Iglesia Católica lo heredó del pueblo de Israel. ¿Y por qué los israelitas tenían un Año Santo? Porque el Año Santo era el instrumento jurídico que habían encontrado para solucionar los problemas sociales, evitar la acumulación de propiedades, impedir el excesivo enriquecimiento de unos pocos, restablecer la igualdad económica, y remediar la pobreza de la gente más humilde.
Según cuenta la Biblia, lo primero que hicieron los israelitas al llegar a la Tierra Prometida, después de la esclavitud de Egipto, fue repartirla equitativamente. El libro de Josué nos cuenta cómo Dios ordenó que se hiciera un sorteo entre todos, y cómo Josué, con los representantes de cada tribu, procedió a distribuirla según lo que le tocaba a cada uno. De esta manera cada tribu, cada grupo, cada clan y cada familia recibió su lote de tierra para trabajarla y para que fuera su propiedad. Lo cual hizo que todos tuvieran desde el principio iguales posibilidades económicas, y que durante esta primera época no hubiera distinción entre ricos y pobres en Israel.
Con el paso del tiempo, y a pesar del proyecto ideado por Dios, se hizo inevitable la aparición de diferencias: las enfermedades, las sequías, las plagas, las distintas cosechas, permitieron a algunos acumular más bienes que a otros; pero a pesar de todo, las diferencias entre ellos no llegaron aún a ser muy acentuadas.
Fue con el establecimiento de la monarquía en Israel, alrededor del año 1000 a.C., cuando nacieron las verdaderas desigualdades. El rey se fue rodeando poco a poco de funcionarios y militares a sueldo, que comenzaron a trabajar para él en la corte. Y de este modo surgieron en la sociedad nuevas clases sociales, desconocidas hasta entonces: generales, oficiales, soldados, escribas, secretarios, consejeros, y otros muchos personajes vinculados a la actividad política del rey, que se fueron distanciando de los campesinos.
Los grandes terratenientes también prosperaron con la llegada de la monarquía. Se construyeron espléndidos edificios y lujosas casas en diversas ciudades del país. Pero la vida de los campesinos más pobres se fue haciendo tremendamente dura, hasta tal punto, que muchos pequeños agricultores, para mitigar su situación, tuvieron que recurrir a préstamos. Entonces, los que tenían dinero hallaron una excelente oportunidad para aumentar sus riquezas, haciendo préstamos con intereses. La Biblia nos describe la terrible situación de aquellos que no podían pagar sus deudas. Unos daban en prenda sus objetos personales; otros tenían que vender las pocas tierras que poseían; algunos incluso llegaban a entregar la propia casa donde vivían; y si el deudor era tan pobre que no tenía nada para vender, entonces debía entregar a sus hijos, o venderse a sí mismo como esclavo.
Las injusticias llegaron a tal punto que, más de una vez, los profetas debieron alzar su voz para denunciar la actitud de los latifundistas: “Ay de vosotros, que acumuláis una casa tras otra, y anexionáis un campo tras otro, hasta no dejar lugar a nadie más; y os instaláis como si fuerais los únicos dueños del país”. Todo eso acentuó enormemente la diferencia entre ricos y pobres.
Para hacer frente a las injusticias sociales que habían surgido, en el siglo IX a.C., los israelitas del norte compilaron un grupo de leyes y formaron con ellas un código, hoy llamado “El Código de la Alianza”, que se encuentra en el libro del Éxodo. En él se incluía una serie de normas de protección social para los más pobres: prohibía la usura; impedía cobrar en prenda los objetos de primera necesidad; y fijaba en 6 años el límite máximo de esclavitud para pagar una deuda.
Pero lo verdaderamente novedoso de este código, fue la creación de una institución llamada “El Año Sabático”. ¿En qué consistía? Así como la semana tenía 6 días, y el séptimo se llamaba “sábado”, así también había que contar 6 años, y el séptimo debía llamarse “año sabático”. Durante ese año había que suspender el trabajo de la tierra, porque así como el hombre debe descansar el séptimo día, la tierra debe descansar el séptimo año. El Código lo expresaba así: “Durante seis años sembrarás tu tierra y recogerás la cosecha. Pero el séptimo año no la cultives. Déjala descansar, en barbecho, para que la gente pobre de tu país coma de ella. Y para que lo que quede, lo coman los animales del campo. Lo mismo harás con tu viña y con tus olivos” (Ex 23,10).
En realidad, el suspender de vez en cuando el cultivo de la tierra era una antigua costumbre ecológica, observada por los campesinos en oriente para no cansar excesivamente la tierra, en aquellas épocas en que no se conocían los fertilizantes y en lugares donde el suelo no era muy fértil. Pero lo original de la legislación bíblica estaba en el sentido religioso y social que le dieron a esta costumbre: el Año Sabático era para que los pobres del país pudieran entrar en cualquier campo, y comer gratis de lo que produjera espontáneamente la tierra.
Durante todo un año, pues, el pueblo de Israel reconocía que el dueño de la tierra era Dios; que él la entregó para que todos los hombres pudieran disfrutarla y gozar de sus bienes. Durante un año, en Israel, nadie pasaba hambre, y todos volvían a ser iguales frente a la tierra, como lo habían sido en sus comienzos.
Está claro que, no obstante las buenas intenciones de esta legislación, la situación de los pobres no cambió para nada. El hecho de que durante un año todos pudieran comer de la tierra de todos, no cancelaba las deudas, ni recuperaba las prendas; y peor aún, el Año Sabático perjudicó a muchos pequeños campesinos que, al no poder trabajar sus tierras durante ese año, se empobrecieron aún más.
Fue por eso que cien años más tarde, en el siglo VIII a.C., apareció otro código legislativo en Israel, que hoy conocemos como “Código Deuteronomista”, por hallarse dentro del libro del Deuteronomio. Este cuerpo legal buscaba corregir las deficiencias del anterior, y mejorar de una buena vez la condición social de la gente humilde.
Para ello se introdujo una novedad en el Año Sabático. La Ley ahora decía: “Cada siete años perdonarás lo que otros te deban. El perdón consiste en lo siguiente: todo acreedor le perdonará a su prójimo el préstamo que le haya hecho. A su prójimo, es decir, a su hermano, no le exigirá nada. Porque éste es el año del perdón de deudas en honor de Yahvé. De esta manera, no habrá pobres entre vosotros”.
Es decir, que además de permitir a todos los pobres comer de la tierra durante ese año, la ley establecía ahora un segundo beneficio: el perdón de todas las deudas cada siete años. Por supuesto que no se trataba de las deudas contraídas para hacer un negocio, sino las deudas provocadas por casos de grave necesidad. Y la ley tenía su lógica: si a un israelita que estaba endeudado, además no se le permitía trabajar su campo ni recoger su cosecha durante el Año Sabático, era justo que tampoco se le exigiera pagar sus deudas. Entonces le quedaban automáticamente perdonadas.
A pesar de las leyes profundamente humanas e innovadoras que adoptó Israel, la triste realidad fue que muchas veces no se cumplían y quedaban en letra muerta. No todos ponían sus tierras a disposición de los más pobres en el Año Sabático; y los prestamistas consideraban que siete años era poco tiempo para cobrarse una deuda, por lo que, aun después del Año Sabático, seguían exigiendo su pago.
Frente a esto, un grupo de sacerdotes israelitas en el siglo VI a.C., elaboró un tercer código legal, hoy incluido en el libro del Levítico, llamado actualmente “Código de Santidad”. Este código ordenaba crear una nueva institución que tenía dos nombres: Año Santo o Año del Jubileo. Su segundo nombre derivaba de la palabra hebrea “yobel”, que significa “perdón, indulto”.
Había que contar siete años sabáticos, es decir, siete veces siete años, con lo que se obtenía cuarenta y nueve años. Y el año número cincuenta, pasaba a ser Año Santo. ¿Y qué había que hacer en el Año Santo? Tres cosas: a) descansar la tierra, para que alimentara a los más pobres (como en el Año Sabático); b) liberar a todos los esclavos, aunque no hubieran terminado de pagar con su esclavitud la deuda que tenían; y c) lo más increíble y sorprendente: todas las propiedades vendidas durante los cuarenta y nueve años anteriores, debían volver a su antiguo dueño.
El Año Santo fue, pues, un fantástico invento del pueblo de Israel para solucionar el grave problema de la desigualdad económica y las injusticias sociales que golpeaban a la sociedad de aquel tiempo.
Pero si el Año Sabático había sido difícil de cumplir, el Año Santo no fue cumplido jamás. La Biblia no cuenta ningún episodio en el que semejante celebración haya tenido lugar alguna vez. Más bien quedó como una legislación ideal, llena de buenas intenciones, pero que los israelitas no se atrevieron a practicar. Por eso, con el transcurso del tiempo, el recuerdo del Año Santo se fue perdiendo, se convirtió en algo obsoleto y, finalmente, desapareció del horizonte social.
Sin embargo, alrededor del año 539 a.C., ocurrió algo que haría rescatar del olvido la memoria del Año Santo. Apareció un anónimo profeta, cuyas palabras se encuentran al final del libro de Isaías, anunciando una buena noticia: Dios estaba dispuesto a celebrar personalmente un Año Santo con el pueblo de Israel. Sus palabras decían así:
“ El Espíritu de Yahvé está sobre mí, porque Él me ha ungido. Y me ha enviado a anunciar la buena noticia a los pobres; a vendar los corazones rotos; a proclamar la liberación de los cautivos y la libertad de los presos; y a anunciar un año de gracia de parte de Yahvé”.
Para entender el sentido de estas palabras, hay que tener en cuenta que en ese momento los israelitas se hallaban cautivos en Babilonia, ya que en el año 587 a.C., Nabucodonosor II, rey de Babilonia, había conquistado Jerusalén, destruido su Templo, poniendo fin a la independencia de los hebreos, y llevándoselos en cautividad. Habían perdido su libertad, sus bienes, sus tierras, sus familias, todo. Vivían esclavizados por el rey babilónico, en condiciones de extrema pobreza.
En medio de estos desdichados se presentó el anónimo profeta, y declaró que Dios los iba a librar de la esclavitud, les perdonaría su deuda (es decir, sus pecados), les devolvería las tierras que habían perdido, y les entregaría las propiedades usurpadas. Es decir, Dios iba a celebrar un Jubileo, un Año Santo para su pueblo.
Con motivo de esta celebración, el profeta también anunciaba que a partir de este Año Santo habría justicia social para todos; cada uno tendría su propiedad y su tierra; no existirían los pobres, ni los hambrientos, porque todos serían santos y justos, y vivirían en alegría y en paz.
Pero cuando efectivamente se produjo la liberación de los israelitas, en el año 538 a.C., y éstos pudieron regresar a su patria para recuperar sus tierras y sus bienes, de nuevo la reconstrucción del país estuvo marcada por el egoísmo. No hubo la justicia social esperada, ni trabajo, ni igualdad económica, ni alegría, ni paz. Otra vez la ambición de poder y las ansias de tener más, a expensas de los más pobres, frustraron el proyecto de Dios. Y las palabras del profeta no se cumplieron. Quedaron como un malogrado anuncio de parte de Dios.
Unos siglos más tarde, cuando Jesús vino al mundo, la situación no había cambiado mucho. Las diferencias sociales, la pobreza, la marginalidad, el desempleo y la angustia de los deudores seguían siendo dolorosas. Por eso, según cuenta el Evangelio de Lucas, cuando Jesús se presentó por primera vez en la sinagoga de Nazaret, tomó el libro de Isaías, lo abrió precisamente en el pasaje mencionado anteriormente (donde el profeta anunciaba la llegada del Año Santo para el pueblo), y lo leyó. Al terminar, hizo un profundo silencio, miró a todos los presentes, y dijo: “Esta Escritura que acabáis de oír, se ha cumplido hoy”.
Así Jesús quiso enseñar a la gente que la llegada del Año Santo, anunciada por aquel anónimo profeta, no se cumplió en el año 538. Que la persona ungida por Dios que debía presentarse para inaugurar el Jubileo era en realidad Jesús. Que la nueva época en que los pobres, los endeudados, los sometidos a esclavitud, los marginados y los heridos por la sociedad serían socorridos, es decir, el inicio del verdadero Año Santo, estaba teniendo lugar, en ese momento, en la sinagoga de Nazaret.
Pero Jesús aclara, también, que el Año Jubilar que él inaugura no dura 365 días, ni es para celebrarlo cada 50 años. Que es un tiempo permanente, estable y para siempre. Por eso dice que la profecía “se ha cumplido hoy”, es decir, “ha comenzado a partir de hoy”.
Con Jesucristo, pues, los hombres entramos en un Año Santo perpetuo, en el que todos los que creemos en Él debemos asumir el compromiso de ser solidarios con los demás; en el que debemos procurar mitigar el sufrimiento de los demás, que nadie se sienta agobiado, que nadie esté sometido a esclavitud ni padezca injusticias; en el que todos procuramos vivir un “año interminable” de gracia, propuesto por Dios.
En el año 1300 d.C., el papa Bonifacio VIII decidió volver a implantar la práctica del Año Santo en la Iglesia; y propuso que se celebrara cada 100 años. Más tarde, en el 1343, el papa Clemente VI acortó el plazo y estableció el Jubileo cada 50 años (como en el Antiguo Testamento). Finalmente, el papa Pablo II, en 1470, redujo el intervalo jubilar a 25 años, que es la forma en que se celebra actualmente.
Pero lamentablemente también muchos cristianos hemos perdido el verdadero sentido del Año Santo propuesto por Jesús. Primero, porque lo hemos “periodizado”, es decir, porque pensamos que el cambio radical en la vida y en la conducta humana debe hacerse cada 25 años, cuando Jesús dejó instalado un Año Santo permanentemente. Segundo, porque lo hemos “espiritualizado”, es decir, buscamos casi exclusivamente la obtención de indulgencias y el perdón de nuestros pecados, en lugar de buscar el compromiso social, con los pobres, los marginados y los sin tierra, que era el sentido original que le dio Jesús. Y tercero, porque lo hemos “espacializado”, es decir, lo hemos reducido a visitar una iglesia, un templo o un lugar sagrado, en lugar de visitar a los hermanos necesitados, a los enfermos, a los ancianos, a los abandonados, o a los que sufren soledad.
En este mundo de hombres poseedores y hombres despojados, de grandísimas fortunas y extremada pobreza, de países acreedores y países endeudados, Jesús de Nazaret anuncia que el tiempo histórico actual es un tiempo cargado con una fuerza transformadora especial. Y que frente a la voluntad opresiva de ciertos grupos e instituciones, existe otra voluntad, la voluntad de Dios, que se opone siempre a esta situación injusta. Que Dios está dispuesto a ponerle fin. Y que los llamados cristianos debemos colaborar activamente para que se cumpla la voluntad de Dios.
José Antonio Parra Tomás
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