BAILANDO QUE ES GERUNDIO
Recuerdos de juventud, de cuando se bailaba juntos pero separados y bajo la atenta mirada de un alguacil.
ADOLFO M. VERDEJO
Adolfo M. Verdejo en Asociación la Tortuga de El charco.
1/25/20253 min read


BAILANDO QUE ES GERUNDIO
En mi juventud por tierras leonesas, los bailes domingueros se realizaban bajo la atenta mirada de un alguacil, que se movía entre las parejas con una pértiga, alta como las lanzas en el cuadro de Velázquez “la rendición de Breda” poniendo orden y no dejando que los danzantes se arrimaran en exceso y obligando a cumplir la costumbre, las mismas hacen leyes, del cambio de pareja, es decir, cuando alguien bailaba y otro mozo le tocaba en el hombro, sin rechistar tenía que dejar, la pareja en brazos del recién llegado; si por ser de otras latitudes y no estar hecho a las normas locales intentaba oponer resistencia, allí estaba el alguacil para imponer su autoridad y sacar a la calle al infractor, si preciso fuera, con el apoyo, por supuesto, de toda la concurrencia; no había opción o la cosa llegaba a mayores.
En Madrid, en una de las calles que arrancaban de la Puerta del Sol, Carmen o Preciados, creo recordar que era Carmen, había unos locales llamados pomposamente academias de baile, en los cuales se bailaba mediante entrega en cada pieza, de un tiquet a la mujer elegida o disponible por no estar bailando en ese momento. la verdad, es que con algunas de ellas se aprendía bastante por su destreza en los bailes de salón y por su simpatía; otras en cambio, con cara de entierro de tercera (en mis tiempos había entierros de primera, segunda y tercera, según el número de curas y más anteriormente, también por el número de caballos que arrastraban el carricoche), que tal vez estaban allí en contra de su gusto por sacarse unas pesetas, pocas, en tiempos difíciles, consiguiendo lo contrario de lo que pretendían, es decir, sacar poco dinerillo, pues bailabas menos, no aprendías nada, ni quedaban ganas de volver a bailar con ellas.
En Manzanares, nuestros primeros compases adolescentes, aún teniendo hermanas, eran agarrados a una silla e intentar armonizar los pasos de un pasodoble –el pan de los pobres para los bailantes novicios – ya que resultaba difícil en aquellos tiempos bailar con una muchacha de carne y hueso, pues había que cumplir varios requisitos: de familias afines, amigos, familiares más o menos próximos, etc., con lo que, las negativas menudeaban, pero lo que sí se observaba en todo el suelo patrio de norte a sur y de este a oeste, es que, la que tenía novio y este estaba ausente, era intocable, nadie que la conociera le pediría baile, pues se llevaría una negativa rotunda.
No obstante, conozco un caso, en el que, la chica, novia de un muchacho del pueblo, residente en otro lugar por motivos laborales que, en una boda, un patán tuerce botas amigo de la familia, conociendo la circunstancia del noviazgo, acosó e insistió en bailar, hasta que alguien de la familia, ingenuamente, le dijo que bailara, pues eso no tenía importancia; cuando el novio lo supo, por boca de la misma novia, que estaba, arrepentida por hacer caso a la familia, se echó la escopeta al hombro y con la fogosidad propia de la juventud y fina puntería, cobró la primera pieza que se cruzó en su camino y allá, al monte del olvido como en copla, fueron a parar las dos cruces del amor.
En las noches de insomnio, sobre todo en la penumbra de una habitación de hospital suele ver –me cuenta el aludido de la historia- dos espectros cargados con sendas pesadas cruces, y dice haberle parecido, intuir que, de sus ojos incorpóreos y vacíos se desprendían unas lágrimas resplandecientes y rutilantes como diamantes, tras varias décadas de aquellos acontecimientos. Dentro de la seriedad con la que me había hecho la confidencia, al llegar a este punto, dijo con cierta socarronería que la suya, su cruz, debieron equivocarse al plantarla y la pusieron en el monte de al lado, no en el del olvido, sino en el del recuerdo permanente, pues no la ha olvidado.
Pienso que los de mi generación, que nos tocó vivir a caballo entre dos guerras, con las secuelas de las dos, éramos más sutiles, más tontos o tal vez…más hombres.
Hoy, una de estas historias, simples y complejas al mismo tiempo, como la vida misma y que a un joven actual producirían hilaridad, lo cierto es que, dan lugar a una serie de hechos y situaciones encadenadas que nos acompañan a lo largo de toda nuestra vida.
Adolfo M. Verdejo
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