CISMA DE ORIENTE

La iglesia, ese estamento sólido como la Roca en la que se apoya, ha pasado por etapas difíciles como pocos otros. Dos mil años de historia han supuesto la sucesión de momentos muy complicados, quizás el que más el Gran Cisma de Oriente, la separación entre la iglesia de occidente y la de oriente, una separación que se perpetua a fecha de hoy.

JOSÉ ANTONIO PARRA TOMÁS

José Antonio Parra en Asociación la Tortuga de El Charco

12/7/20259 min read

CISMA DE ORIENTE

El primer viaje al extranjero del Papa León XIV, ha sido a Turquía y Líbano. En Turquía, se ha centrado principalmente en una ceremonia, en la ciudad de Iznik, antes conocida como Nicea, a la que asistió el Papa junto con el Patriarca Ortodoxo Griego Bartolomé I y otros líderes cristianos, para conmemorar el 1.700 aniversario del Primer Concilio de Nicea, celebrado en el año 325 d. C.

Una de las heridas más profundas en la vida de la Iglesia hoy, es el hecho de que, como cristianos, estamos divididos", declaró el Papa León XIV. Añadió que, la conmemoración del Concilio de Nicea, es importante porque es un punto de encuentro para las diferentes denominaciones cristianas.

Fue en julio del año 1054, cuando tuvo lugar un acontecimiento, que la historiografía ha marcado como el hito formal del Gran Cisma de Oriente, un momento que selló la división entre la Iglesia Católica Romana y la Iglesia Ortodoxa Oriental.

Esa ruptura, que hoy llamamos Cisma de Oriente, no fue un suceso repentino, sino el resultado de siglos de tensiones acumuladas de carácter político, cultural, lingüístico, litúrgico y teológico. Oriente y occidente compartían la misma fe básica, el mismo Credo, los mismos sacramentos, pero hablaban lenguas distintas, pensaban con categorías distintas y tenían heridas políticas que envenenaban la confianza. Roma estaba en un Imperio que se desmoronaba, mientras que Constantinopla se veía a sí misma como la nueva Roma, brillante y fuerte. Esa diferencia de contexto iba cambiando la mirada que cada uno tenía del otro.

Desde los primeros siglos del cristianismo, las condiciones entre oriente (principalmente helenístico) y occidente (principalmente latino) comenzaron a discrepar. El Imperio Romano, que había sido una entidad unificada, se dividió en el siglo IV en dos partes con destinos distintos: el Imperio de occidente, que "cayó" por las invasiones bárbaras, en el siglo V, y el Imperio Bizantino en oriente, que prosperó por casi mil años más. Esta división administrativa se tradujo en diferencias eclesiásticas significativas.

En occidente, tras la caída del Imperio Romano, el obispo de Roma asumió un papel de liderazgo civil, ante la ausencia de una autoridad imperial fuerte, lo que llevó a la formación de los Estados Pontificios. La coronación de Carlomagno como emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, en el año 800, por el Papa León III, fue vista en Constantinopla como una usurpación y una afrenta directa a la autoridad imperial bizantina, que se consideraba la legítima continuación del Imperio Romano.

El obispo de Roma se veía cada vez más claramente como el sucesor de Pedro, con responsabilidad sobre toda la Iglesia. En oriente, los patriarcas se sentían hermanos de Roma, no súbditos. Reconocían un honor especial al obispo romano, pero no aceptaban que su autoridad se ejerciera como si fuera un juez supremo sobre todas las decisiones internas de las otras sedes.

Roma desarrolló, además, la doctrina de la primacía jurisdiccional universal del Papa como sucesor de Pedro, mientras que Oriente mantenía una visión más conciliar, donde el obispo de Roma merecía un primado de honor como "primero entre iguales" (primus inter pares), pero no autoridad directa sobre las otras Iglesias patriarcales. Ahí había una tensión de fondo, que pocas veces se trataba con humildad y serenidad. Demasiado orgullo humano, mezclado con asuntos de Dios.

También hubo diferencias doctrinales que, sin ser abismos insalvables al principio, se cargaron de pólvora. En Occidente se añadió una palabra al Credo para expresar que el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo (Filioque = “y del Hijo”). En Oriente, se miró con recelo esa modificación, porque el Credo Niceno-Constantinopolitano, había sido definido en un concilio universal, y no debía tocarse unilateralmente, sin el acuerdo de todos. Y, en vez de sentarse a dialogar con paciencia, se lanzaron acusaciones. Unos tachaban a los otros de traicionar la fe, los otros respondían con la misma dureza.

Se sumaron, además, diferencias litúrgicas y de disciplina. Formas de celebrar la Eucaristía, maneras de ayunar, costumbres sobre el celibato sacerdotal, uso de pan fermentado o ázimo. Así, existía el uso de pan ácimo (sin levadura) en la Eucaristía en Occidente, frente al pan fermentado en Oriente. El celibato obligatorio para todos los sacerdotes en Occidente, contrastaba con la práctica oriental de permitir el matrimonio de los sacerdotes antes de su ordenación. Otras diferencias incluían la supresión del Aleluya en Cuaresma, el ayuno los sábados, y la costumbre de los sacerdotes latinos de no llevar barba. Nada de eso era el núcleo de la fe, pero se convirtió en motivo de sospecha.

La situación se intensificó cuando, en la década de 1040, los normandos en el sur de Italia, que era territorio bizantino, comenzaron a reemplazar a los obispos griegos por obispos latinos, prohibiendo las costumbres griegas. En respuesta, el patriarca de Constantinopla, Miguel Cerulario, un personaje con fuertes sentimientos anti-latinos, ordenó el cierre de todas las iglesias latinas en Constantinopla.

El Papa León IX, buscando una alianza con Bizancio contra los normandos, envió una legación a Constantinopla encabezada por el cardenal Humberto de Silva Cándida, un clérigo inflexible y autoritario, acompañado por Federico de Lorena y Pedro de Amalfi. Las relaciones fueron tensas desde el principio con el patriarca Miguel Cerulario, negándose a recibir a los legados papales, y prohibiéndoles incluso decir misa.

El 16 de julio de 1054, frustrado por la negativa del patriarca a negociar, el cardenal Humberto de Silva Cándida, Federico de Lorena y Pedro de Amalfi, entraron en la Basílica de Santa Sofía durante la liturgia eucarística, presidida por el patriarca. Allí, depositaron sobre el altar mayor una solemne bula de excomunión de Roma, contra el patriarca Miguel Cerulario y sus partidarios. La bula, redactada en términos "durísimos", acusaba al patriarca Cerulario y a los suyos, de varias herejías y prácticas erróneas.

Tras depositar el documento, los legados papales se sacudieron el polvo de los pies y abandonaron la ciudad. Es importante destacar que esta bula de excomunión era canónicamente inválida, ya que el Papa León IX había fallecido el 19 de abril de 1054, casi tres meses antes de que la bula fuera entregada, lo que anulaba los poderes de sus embajadores.

La respuesta del patriarca no se hizo esperar. El 24 de julio de 1054, Miguel Cerulario reunió un sínodo de la Iglesia de Constantinopla y, a su vez, lanzó una contra-excomunión contra los legados papales (Humberto de Silva Cándida, Federico de Lorena y Pedro de Amalfi). El patriarca quemó públicamente la bula romana.

Hay que señalar que este sínodo del patriarca, no excomulgó al Papa ni a toda la Iglesia latina, sino específicamente a los embajadores y a quienes habían intervenido en la redacción de la bula. En Occidente, el acontecimiento pasó, en gran medida, inadvertido.

Aunque el intercambio de excomuniones en 1054 fue dramático, no llevó de inmediato a una ruptura completa en la conciencia de los cristianos de la época. Sin embargo, el abismo de separación se agrandaría significativamente con la Cuarta Cruzada, en 1204.

En abril del año 1204, tuvo lugar uno de los episodios más oscuros de las cruzadas. Dos años antes, los ejércitos de la cristiandad occidental se habían puesto en marcha, llenos de fervor religioso, para liberar Jerusalén de las manos del islam. Sin embargo, las intrigas de los venecianos apartarían a los cruzados de ese objetivo y, en un dramático giro de los acontecimientos, harían que volvieran sus armas contra Constantinopla, el corazón del Imperio bizantino y la mayor metrópolis cristiana del mundo medieval.

Tras un asalto épico que conmocionó a toda Europa, los cruzados tomaron la ciudad, hasta entonces considerada inexpugnable, y la saquearon con un salvajismo brutal durante tres días: asesinaron y violaron a mujeres, profanaron iglesias (incluso santa Sofía), destruyeron imágenes, arrasaron bibliotecas, saquearon el tesoro (oro, marfil, mosaicos, iconos), reliquias incalculables fueron llevadas a Europa, y dejaron que las llamas consumieran sus barrios. Algunos cristianos latinos celebraron la noticia, tomándola como la confirmación de que Dios había condenado a los traicioneros griegos; otros, se horrorizaron ante esa perversión del ideal cruzado.

Para la cristiandad oriental fue una catástrofe espiritual y cultural, comparable solo a la caída de Constantinopla, años más tarde, en 1453, en manos de los otomanos. Esta traición, como fue percibida en Oriente, convirtió la división religiosa en un abismo casi infranqueable, generando una profunda animosidad y xenofobia hacia los católicos romanos.

Las consecuencias históricas fueron muy graves. Los cruzados crearon un nuevo Estado latino en Constantinopla; Venecia se quedó con 3/8 de la ciudad, además de múltiples islas, convirtiéndose en la dueña del Mediterráneo oriental. Los bizantinos no recuperaron la ciudad hasta 1261, pero perdió recursos, población, defensas, prestigio, y nunca volvió a ser la gran potencia de antaño. La cuarta cruzada que, con el saqueo de Constantinopla se había desviado de su misión original, nunca llegó a Tierra Santa.

A pesar de la creciente distancia, hubo intentos de reconciliación. El primero fue en el Concilio de Lyon, del año 1274. Allí, se logró un momentáneo retorno de la Iglesia Bizantina a la de Roma, motivado en parte por el emperador Miguel VIII, que buscaba el apoyo del Papa frente a las amenazas militares. La unidad se selló con el Papa Gregorio X y los embajadores del patriarca Miguel VIII, y se entonó el Te Deum, repitiendo tres veces el Filioque. Sin embargo, el clero bizantino y gran parte del pueblo no aceptaron el acuerdo, y la unión apenas duró unos pocos años.

Durante el Concilio de Ferrara-Florencia, en 1438, hubo el intento más significativo de reunificación. Se celebró en un momento crítico para el Imperio Bizantino, gravemente amenazado por los otomanos. La delegación griega incluyó al propio emperador Juan VIII y al Patriarca de Constantinopla, José II (quien murió en Florencia durante el Concilio, suscribiendo antes de morir una profesión de fe en el Primado del Pontífice Romano). Se examinaron y debatieron exhaustivamente todas las cuestiones dogmáticas y disciplinares que separaban a Oriente y Occidente, incluyendo el Filioque y el Primado papal.

También se confirmó el orden jerárquico de los patriarcados: Roma, Constantinopla, Alejandría, Antioquía y Jerusalén. A pesar de los acuerdos, las decisiones de Florencia nunca fueron bien recibidas por los obispos y fieles en Oriente, y fueron formalmente rechazadas en Constantinopla. La Iglesia rusa fue la primera en rechazarla. La agitación popular en Constantinopla, llegó al extremo de preferir "el turbante de los turcos, antes que la mitra de los latinos". Poco después, el 29 de mayo de 1453, los turcos asaltaron Constantinopla, y el Imperio cristiano de Oriente desapareció para siempre, lo que en la práctica fosilizó las diferencias teológicas y consolidó la separación.

El siglo XX trajo consigo nuevas esperanzas para la unidad. Un momento histórico decisivo ocurrió el 5 de enero de 1964 en Jerusalén, con el encuentro entre el Papa Pablo VI y el Patriarca Ecuménico de Constantinopla, Atenágoras I. Este fue el primer encuentro entre los primados de ambas Iglesias desde 1439.

Este encuentro preparó el terreno para un gesto aún más audaz: el 7 de diciembre de 1965, en el penúltimo día del Concilio Vaticano II, Pablo VI y Atenágoras I emitieron una declaración conjunta, en la que se levantaron mutuamente las excomuniones de 1054. Este acto, realizado simultáneamente en la Basílica de San Pedro en Roma y en la iglesia patriarcal de San Jorge en Constantinopla, afirmó la voluntad común de "eliminar de la memoria de la Iglesia" el recuerdo de esos anatemas, para que no representaran un obstáculo al acercamiento en el amor.

Este gesto significativo fue un "acto de justicia y perdón recíproco", que, aunque no puso fin al cisma, sí mostró un claro deseo de reconciliación y un cambio de clima. Simbolizó el reconocimiento católico de la vida sacramental y la realidad eclesial de las Iglesias ortodoxas. Pablo VI fue un Papa de gestos, y su visita a Atenágoras en Estambul en julio de 1967 demostró su disposición a servir a sus hermanos ortodoxos, rompiendo el pensamiento predominante de que una visita papal implicaría la sumisión del patriarca.

Desde entonces, el diálogo ecuménico ha continuado. El Documento de Rávena (2007), fruto del diálogo teológico entre la Iglesia Católica y las Iglesias Ortodoxas, es de gran importancia. En él, se reafirma que el obispo de Roma es efectivamente el "primero" (protos) entre los patriarcas, y se reconoce que este primado de la sede de Roma era aceptado en el primer milenio tanto en Oriente como en Occidente.

El Papa Francisco y el Patriarca Ecuménico Bartolomé I, continuaron fortaleciendo las relaciones amistosas y fructíferas. Bartolomé I participó en la misa de inicio del pontificado del Papa Francisco, y también en la misa de inicio del pontificado del Papa León XIV, un hecho sin precedentes desde el Gran Cisma. Se ha reconocido que, aunque las diferencias teológicas y culturales persisten, el camino hacia la unidad está en marcha y es una obligación, ya que la división es un "escándalo" y un "contra-testimonio" para la evangelización del mundo.

José Antonio Parra