COLÓN Y EL ORO
El cambio de uso del oro como moneda de pago a elemento de joyería lo sitúa en un plano muy diferente a la época del descubrimiento.
JOSÉ ANTONIO PARRA TOMÁS
José Antonio Parra en Asociación la Tortuga de el Charco.
11/24/20249 min read
Coincidiendo con el día de hoy, 12 de octubre, Día de la Fiesta Nacional de España, y que en otras épocas se llamó "Día de la Hispanidad" y "Día de la Raza", muchos, de una parte del Atlántico y de la otra, y con distintos intereses, aprovechan siempre estas fechas para remover el cieno de la "leyenda negra", y hablan del "genocidio americano". Aunque están muy lejos de la realidad, no quiero entrar en significar la extraordinaria acción de España en América. No obstante, recomiendo que leáis el archivo "La gran mentira", que envío también.
Me quiero centrar en la aventura que supuso el propio descubrimiento y en los intereses que movieron tal hazaña: principalmente el oro y una nueva ruta hacia la tierra de las especias.
Hoy le hemos perdido el respeto al oro. Lo vemos cotidianamente en alianzas matrimoniales, en medallas de la Virgen, y con mayor abundancia, en las esclavas y cadenas que complementan el estilismo tanto de horteras playeros como de miembros acomodados de respetables minorías étnicas. El oro ha perdido importancia, y ya solo deslumbra en las películas de Indiana Jones, en los cuentos de Las mil y una noches y en los hoteles y centros comerciales de los Emiratos Árabes.
¿Qué ha pasado para que el dorado e incorruptible metal haya dejado de fascinarnos? Pues ha pasado que hemos inventado los billetes y la ingeniería financiera. El oro se ha convertido en un mero objeto de adorno (caro, eso sí). Desde que existen los billetes de banco razonablemente fiables, el concepto oro de los antiguos ha sido sustituido por el concepto dinero (En Hispanoamérica, más apegados a la tradición, al dinero le llaman "plata". Acabándose la plata, el amor se Desbarata, dicen. Plata o plomo, te proponen los narcos cuando quieren comprarte).
En tiempos de Colón no había billetes. El oro y la plata, acuñados en monedas, circulaban internacionalmente y, más que contarse se pesaban, para comprobar que no las habían limado y alcanzaban el peso debido (Durante los siglos XVI, XVII y XVIII, la moneda de prestigio internacional, o de reserva, fue el real de a ocho español) ¿Habéis visto el óleo de Quentin Massys "El cambista y su mujer"? es una de las joyas del Museo del Louvre.
Mientras el marido pesa monedas de oro en una balanza de precisión, la mujer deja de leer el devocionario que tiene entre las manos para supervisar la operación.
El oro y la plata eran el motor de la economía europea. En plena expansión comercial, Europa demandaba crecientes cantidades de metal-moneda con el que realizar cómodamente las transacciones. El oro facilitaba los negocios; su Carencia los dificultaba. Su precio se disparó en una Europa en la que los yacimientos de oro escaseaban desde que los romanos acabaron con el de las Médulas (León) y el del río Sil (Ourense procede de Aurensis). El único oro circulante venía entonces de África, del Sudán o Tombuctú, encarecido por los intermediarios.
Colón estaba obsesionado con el oro. Suponía que en Japón el oro abundaba como en Castilla los pedruscos, de ahí su obsesión por alcanzar sus orillas. En los Viajes de Marco Polo había leído que en Cipango (Japón) abunda el oro, que nadie lo explota y hay un maravilloso palacio todo cubierto de oro fino.
Colón soñaba con Cipango y un poco más allá con Catay (China), que lo pondría al alcance de las especias. Si conseguía abrir esa ruta, sería el hombre más rico del mundo. ¡Oro! En sus escritos continuamente brilla esa breve palabra.
Trece de octubre de 1492. Pasadas las alegrías y el alivio de descubrir tierra, acude Colón a su diario con la siguiente anotación: "No me quiero detener por calar y andar muchas islas para hallar oro". Y se dio a las velas para ir a buscar las islas que los indios le decían que tenían mucho oro. No era solo Colón. La obsesión por el oro o la plata surge repetidamente en las crónicas y escritos Indianos. Es el verdadero motor de los conquistadores (después del empeño por cristianar a los indios).
Durante tres meses, Colón recorrió el mar de las Antillas como pollo sin cabeza, de isla en isla, atropelladamente, dudando sobre qué rumbo seguir, esperando siempre que la siguiente isla fuera el fabuloso Japón. En vano. Una superficial inspección ocular le hizo comprobar que los indígenas eran pobres, y el oro muy escaso.
Una ventaja de las islas que no dejó de señalar Colón, es que los indios eran de una mansedumbre ovina, casi tontos de pura buena gente. Interrogados por señas sobre el oro, los indios hablaban en su indescifrable lenguaje de una isla que señalaban a lo lejos mientras reiteraban la palabra Baneque. ¿Dónde está esa Baneque? ¿No será Cipango? ¿Será que aquí, a Cipango lo llaman ¿Baneque? Se hicieron a la mar en la dirección de la dichosa Baneque, pero nada más oscurecer, La Pinta, la carabela más marinera, la que mandaba Martín Alonso Pinzón, se adelantó a las otras y se perdió. ¿Había desertado Pinzón? Eso pensó Colón, que el onubense le había dado esquinazo tentado por la codicia de cargar el navío de oro. Martín Alonso Pinzón y La Niña andarían perdidos y explorando por su cuenta unas semanas antes de reintegrarse, como hijos pródigos, al lado de Colón. ¿Habían ¿Encontrado oro? Ni para hacer una aguja.
Detrás del oro que no aparecía, Colón descubrió otra gran isla, Haití (La Española). Como era grande, envió a varios exploradores al interior. Regresaron a los pocos días con algunos adornos de oro que les había entregado el cacique Guacanagarí, uno de los cinco que se repartían la isla. Guacanagarí y su pueblo eran pacíficos, gente muy humana. El cacique vio el cielo abierto cuando llegaron aquellos hombres de espada y yelmo con sus cruces y sus banderas, pensando que les defenderían de los caribes, que eran guerreros.
Los presentes de oro excitaron de tal manera a Colón que, incluso con mala mar, siguió costeando la isla para acudir al encuentro de Guacanagarí. Llegó el 24 de diciembre, Nochebuena de 1492. Celebremos que hoy nace el Niño.
Asueto y relajo. Convivencia con los indios y especialmente con las indias.
Villancicos bajo la luna caribeña. Gachas de harina con sus granitos de anís y ración especial de ese morapio de alta graduación alcohólica que habían cambiado a los indios por unas canicas.
En la madrugada, a eso de la tercera guardia, cuando roncaba toda la tripulación, el flujo marino la hizo fondear, y arrastró a La Santa María, que había quedado al cuidado de un grumete, y la encalló en un arrecife de la Costa. Al amanecer, evaluaron los daños. La nave se había descuadernado y se da por perdida. Con ayuda de los indios, enviados por Guacanagarí con canoas, descargaron la bodega de la nao. Se retiró la marea y La Santa María quedó varada sobre el arrecife.
Colón y el cacique Guacanagarí hicieron amistad rápidamente. Los indios se mostraban sociables y las indias, que iban casi desnudas, se entregaban con facilidad, entre risitas, a los requiebros de los forasteros. Todo parecía discurrir a satisfacción de ambas partes cuando el roce y la tremenda diferencia de mentalidades originó las primeras tiranteces entre españoles e indios. La convivencia empezaba a deteriorarse y las provisiones menguaban alarmantemente. ¿No iba siendo hora de regresar a España? Colón se resignó. Ya llegaremos al oro del Japón en el próximo viaje.
Extraviada La Pinta de Pinzón, sin que hubiera noticia de ella, en La Niña no había espacio para embarcar a todos los hombres de la tripulación de La Santa María. Algunos tendrían que quedarse hasta que regresaran por ellos. No hubo protestas. Aquellos 39 hombres sufridos y disciplinados se resignaron ante la perspectiva de permanecer en aquella tierra amable unos meses socializando con los indios (e indias). Se desguazó La Santa María, y con sus maderos, clavos y cañones construyeron un fuerte en un altozano, frente al mar. El fuerte Navidad, que puede considerarse la primera colonia española en el Nuevo Mundo. Les dejaron provisiones para un año y semillas para sembrar. El 6 de enero reapareció Pinzón con La Pinta y Colón lo acusó de desertor.
La primera fundación española en América se confió al cordobés Diego de Arana, alguacil de la Armada y primo de la amante cordobesa de Colón, Beatriz Enríquez. El almirante le impartió instrucciones precisas: colaborar con el cacique Guacanagarí, no explorar por su cuenta y mantener la bragueta cerrada, sobre todo eso; mantened a los hombres a raya para que no se excedan con las nativas. Ya había notado Colón que las nativas eran muy hermosas y hospitalarias, y que sus hombres, necesitados de afectos como Venían, se estaban excediendo con ellas.
Pero en cuanto se ausentó Colón, el respeto al orden jerárquico que garantiza La Paz Social desapareció, y los lujuriosos españoles se pasaban el día persiguiendo a las indias y disputándose a las mejores dotadas para la lactancia. El 15 de enero de 1493, cuatro meses después de llegar al Nuevo Mundo, las dos carabelas levaron anclas, izaron velas y pusieron rumbo a España.
Colón llevaba consigo diez indios, entre ellos dos hijos de Guacanagarí, además de papagayos, gallipavos, algunas plantas desconocidas en Europa y diversos objetos. Oro, poco, eso es lo malo. Y especias, ni para aliñar una paella. Para su primer tornaviaje, Colón subió hasta el paralelo 38, frente a las costas del actual Estado de Virginia, y aprovechó los vientos y corrientes del Golfo que soplan hacia las Azores y Europa. ¿Casualidad o es que el Almirante sabía, no solo cómo ir a América, sino cómo regresar de ella? Parece evidente que disponía de información privilegiada.
Al principio la navegación fue apacible, pero en medio del océano una tormenta separó las dos carabelas. La Pinta, capitaneada por Martín Alonso Pinzón, arribó a la localidad gallega de Bayona; La Niña, con Colón a bordo, muy maltratada por el temporal, alcanzó las islas Azores. Aquellas eran aguas Portuguesas por donde una nave castellana no debía navegar. La Niña necesitaba urgentemente agua, piedras para el lastre y leña. Y la tripulación había hecho solemne promesa, en medio de la tempestad, de peregrinar a la Iglesia más cercana.
Pero si la nave fondeaba, los portugueses podían apresarla con toda su tripulación. No obstante, desembarcaron en una zona que parecía discreta y apartada. Sobre un altozano se distinguía la silueta de una iglesia o ermita, que los obligaba a cumplir su promesa. Los penitentes, todos en camisa y con velas de sebo en la mano, se encaminaron a la capilla del altozano. Allí estaban cuando una tropa portuguesa al mando de un capitán los rodeó. Una vez dadas las explicaciones correspondientes, el capitán se mostró razonable y les permitió volver a su nave.
Sin embargo, desde las Azores es fácil enderezar el rumbo hasta Palos, Cádiz o cualquier otro puerto de Castilla. Pues no, Colón puso rumbo a Lisboa, la capital portuguesa, y solicitó una entrevista con el rey Juan II. ¿Qué pretendía Colón, restregar su triunfo por las narices del rey que le había negado ayuda? Juan II lo recibió y le dio los naturales parabienes por haber llevado a buen término su proyecto, pero no mencionó el conflicto que el descubrimiento planteaba. Ya lo trataría con sus primos, los reyes de Castilla. Castilla y Portugal mantenían un equilibrio delicado. No convenía meter la pata. Por eso mismo, el monarca tampoco prestó oído al consejero que le sugirió suprimir a Colón y explotar su hallazgo en provecho de Portugal.
Colón se hizo nuevamente a la mar para costear Portugal y dirigirse al puerto de Palos, donde llegó el 15 de marzo. Martín Alonso llegó pocas horas después, tras costear con La Pinta todo Portugal. Desde Bayona había dirigido una carta a los reyes comunicándoles el descubrimiento y solicitando permiso para personarse ante ellos, pero los reyes se lo denegaron. Respetuosos con la jerarquía, querían oírlo de boca del propio Colón. Martín Alonso, que llegaba muy enfermo, falleció a los cinco días, al parecer de una sífilis galopante que había contraído en América al socializar con las indias.
Colón compareció ante los reyes en Badalona, a mediados de abril. Llevaba consigo su reata de indios, y los papagayos y objetos curiosos que traía de las tierras descubiertas. Con perfecto sentido de la escenografía, el descubridor se arrodilló ante los reyes y les besó las manos. Isabel y Fernando estaban encantados con las novedades. Lo invitaron a tomar asiento a su lado, lo cual entre los reyes de España es la mayor señal de gratitud y de supremo Obsequio. Astuto y persuasivo, Colón presentó su descubrimiento a los reyes bajo la luz más favorable: traigo poco oro y nada de especias, pero esto solo es el comienzo, muy prometedor, de unas islas nuevas muy bellas y feraces. Como están pobladas de gente inocente y primitiva, bien pueden agregarse a la Corona como se agregaron las Canarias con sus guanches.
Ya en la intimidad, los monarcas evaluaron las consecuencias del descubrimiento. Fernando pensó que se le habían concedido demasiados privilegios. Si resulta que esas islas son tan ricas como dicen, este don nadie hará el gran negocio a nuestra costa. Colón andaba tan crecido que pretendía regresar a las tierras descubiertas con un nutrido séquito de soldados y oficiales nombrados directamente por él, sus leales, su propia corte. A este pájaro habrá que cortarle las alas, pensaría Fernando.
PATRIMONIO Y FOLCLORE
Abiertos a contribuir a la conservación de tradiciones propias de la zona
CULTURA
GastronOMÍA
© 2024. All rights reserved.
Colaboramos para mantener vivas las tradiciones culinarias de la zona
Creación de actividades que sirvan para aumentar la formación de nuestros seguidores
contacto