DESPERTA FERRO
¡Desperta Ferro! era el grito de guerra entonado por los almogávares antes de la batalla. En la actualidad, es el grito utilizado como lema por esta Brigada "Almogávares" de Paracaidistas, la BRIPAC.
JOSÉ ANTONIO PARRA TOMÁS
José Antonio Parra en Asociación la Tortuga de El Charco
11/24/20248 min read


El pasado día 12 de octubre, el desfile militar celebrado en Madrid, con motivo de la Fiesta Nacional de España, presidido por el Rey, estuvo dirigido por el general jefe de la Brigada "Almogávares" VI de Paracaidistas (BRIPAC), D. Luis Fernández Herrero.
Esta Brigada, conocida popularmente como BRIPAC, es una unidad con un alto grado de profesionalidad, preparada para desplegarse en cualquier momento y lugar, y que junto con el Mando de Operaciones Especiales y la Brigada de La Legión forman la élite de las unidades del Ejército de Tierra español.
La BRIPAC, como todas las unidades de élite, se nutre de voluntarios. Cuando antes de 2001, el servicio militar era obligatorio en España, a la Brigada acudían los soldados de reemplazo que se presentaban voluntarios. Ahora, son voluntarios que se presentan para soldados profesionales.
Su base principal se encuentra entre Alcalá de Henares y Paracuellos del Jarama, y en Alcantarilla está el acuartelamiento de Santa Bárbara, donde los integrantes de la Brigada realizan, en la base aérea y Escuela Militar de Paracaidismo "Méndez Parada" del Ejército del aire, también en Alcantarilla, el preceptivo curso de paracaidismo y obtienen el diploma de Caballeros Legionarios Paracaidistas (CLPs), después de un mínimo de seis saltos obligatorios. En dicho acuartelamiento de Santa Bárbara se integra, también, el Regimiento de Infantería "Zaragoza" nº 5 de paracaidistas.
¡Desperta Ferro! era el grito de guerra entonado por los almogávares antes de la batalla. En la actualidad, es el grito utilizado como lema por esta Brigada "Almogávares" de Paracaidistas.
Pero, ¿quiénes eran los almogáraves? Os cuento: En la isla de Sicilia se estaba cociendo, allá por 1282, un asunto muy feo. Los partidarios del Papa, llamados güelfos, habían colocado en el trono de la isla a Carlos de Anjou, un insolente francés al que los sicilianos no querían y que había repartido la isla entre su camarilla de amigos. Éste había desplegado un gobierno tiránico sin muchas contemplaciones y promovió elevadas tasas fiscales. Exigió a los terratenientes los títulos de propiedad, que en el derecho local estaban más asociados a la palabra dada, que al documento escrito, y puso a la nobleza siciliana en su contra. Como numerosas familias carecían de escrituras, sus tierras y las de los dirigentes que estaban en rebeldía fueron confiscadas y entregadas a los franceses. El partido contrario, el de los gibelinos, conspiraba contra él, pero sus seguidores poco podían hacer, salvo emigrar o encerrarse en casa.
En Aragón, el rey Pedro III estaba al tanto de la jugada, y cuando la cosa se puso imposible reclamó sus derechos dinásticos sobre la isla, ya que Pedro III se había casado con una alemana, Constanza de Hohenstaufen, que sí que los tenía. Eso era suficiente para intervenir. Declaró la guerra a los usurpadores franceses y la ganó. Fue un paseo militar que le proporcionó insospechada fama y el bien merecido título de Pedro III el Grande. Todo este episodio se conoce como las Vísperas Sicilianas, y fue el primer capítulo de la dilatadísima presencia española en el sur de Italia. Tan dilatada que se extendería durante cinco siglos.
El secreto de Pedro III el Grande para conquistar Sicilia tan rápidamente fue un novedoso cuerpo de ejército traído de las guerras contra los moros en España y que se había demostrado invencible: las compañías de almogávares. Éstos eran los soldados más bravos y temibles de su época. Eran tropas ligeras, normalmente de infantería, armados con lo justo, pero que se movían con sorprendente agilidad en cualquier campo de batalla. Se agrupaban en compañías no muy numerosas, lideradas por un adalid que las sometía a una disciplina férrea. O vencían o morían: no había término medio. Les iba la vida en ello, y no solo porque no daban cuartel en el combate, sino porque carecían de impedimentos: vivían de lo que saqueaban al vencido tras haberle aniquilado. Así de sencillo. Provenían de las serranías ibéricas y de los montes y valles del Pirineo, donde eran reclutados muy jóvenes, casi niños. La vida que llevaban era durísima: sometidos a mil privaciones, dormían al raso y comían un día sí y tres no. Vivían por y para la guerra.
Vestían como rústicos pastores visigodos. Cubrían su cuerpo mediante una zamarra de piel y su calzado eran albarcas. Con las pieles de las fieras matadas en los bosques se cubrían sus cuerpos y hacían las protecciones (espinilleras) para las piernas. No llevaban armadura, ni casco, ni siquiera la socorrida cota de malla, tan de moda en aquellos tiempos. Su equipo se
limitaba a una lanza colgada al hombro, unas lanzas cortas o azconas, que lanzaban con tanta fuerza que eran capaces de atravesar los escudos del adversario, y un afilado chuzo, su arma más mortífera. Antes de entrar en combate golpeaban con fuerza la punta de hierro del chuzo contra las piedras, hasta que saltaban chispas; entonces, cuando el sonido era ya ensordecedor, gritaban al unísono: "Desperta, ferro!", (Despierta hierro) seguido de los más "¡Aragó, Aragó!" o "¡Sant Jordi!", y se lanzaban sobre el enemigo como auténticos diablos.
A los enemigos, cuando veían de lejos el dantesco espectáculo, se les helaba la sangre en las venas. Su destino estaba sentenciado. Y no era para menos. Los almogávares no tomaban prisioneros ni hacían distinciones; mataban a todos y se jactaban de que, durante la batalla, su chuzo había pasado más tiempo dentro del cuerpo del adversario que fuera.
Tras la conquista de Sicilia, al heredero de Pedro III el Grande, Federico III, , empezó a incomodarle la presencia de los rudos almogávares, que no terminaban de acostumbrarse a vivir sin guerrear. Habían pasado unos años persiguiendo a los franceses por el reino de Nápoles, pero una vez firmada la paz, la diversión se les acabó.
Con la aventura siciliana tocando a su fin, a los almogávares se les presentaba una dura disyuntiva: o se disolvían o encontraban una causa por la que matar y morir, que era casi lo único que sabían hacer. Ésta se les presentó de improviso.
Andrónico II, el emperador de Bizancio, tenía a los turcos encima, a pocas jornadas de Constantinopla, amenazando el trono y la existencia misma del Imperio. Se puso en contacto con el jefe de los almogávares sicilianos, Roger de Flor, un soldado de fortuna que, antes de recalar en la singular compañía aragonesa, había sido templario, cruzado en San Juan de Acre y pirata. Un genuino aventurero medieval.
Roger de Flor aceptó la oferta y se dirigió, con 7.000 hombres, a Constantinopla. Solo pidió dos cosas: que le dieran un título nobiliario y que le suministraran una esposa. El emperador bizantino fue espléndido en ambos requerimientos: le hizo Mega duque y le dio la mano de una sobrina suya. Cumplimentados los trámites, los Almogávares se dirigieron al encuentro con los turcos.
Las fuerzas eran desiguales: a cada español le tocaban dos turcos; pero los almogávares, fieles a su consigna de vencer o morir, al grito de "Desperta, ferro!" pusieron en desbandada al enemigo. Al que pudo, porque la degollina de este primer encuentro fue antológica: 13.000 muertos, todos los mayores de diez años, edad a la que Roger de Flor estimaba que un hombre podía blandir una espada.
Con esta carta de presentación, levantaron el asedio que los turcos tenían sobre Filadelfia y Thira, y les persiguieron, matándolos allí donde los encontraban. En menos de un año, las tropas españolas llegadas de Sicilia habían dado la vuelta a la tortilla y se encontraban en el interior de Anatolia. Fue allí donde tuvo lugar la batalla más celebrada de los almogávares, la del monte Tauro: Roger de Flor, al frente de 7.000 españoles, plantó cara a unos 40.000 turcos. La misma ceremonia de siempre al amanecer; los hierros despertando entre chispas y la horda colina abajo gritando como posesos: Desperta Ferro y los nombres de Aragón y su santo patrón. Los turcos huyeron en estampida después, eso sí, de dejar 18.000 cadáveres en el campo de batalla.
Corría el año 1304, y éste de los almogávares sería el último ejército cristiano en penetrar en el interior de Asia Menor, la actual Turquía. Hecho el trabajo, Roger de Flor y los suyos regresaron a Constantinopla. Tan impresionante había sido la victoria que el emperador le concedió un nuevo título, el de César. Tanta generosidad con el forastero destapó el frasco de las intrigas palaciegas. Miguel, hijo del emperador, invitó a Roger de Flor y a sus principales jefes a una cena en Adrianópolis. Tras el último plato, con alevosía y por sorpresa, los guardias alanos de la corte pasaron a cuchillo a los confiados aragoneses, que, para más inri, estaban a esa hora algo bebidos.
Advertida la tropa de la traición bizantina, salió como una furia de su campamento en Galípoli y se dedicó durante días a arrasar pueblos y aldeas. Fue la llamada "venganza catalana", que arrojó casi tantas víctimas como las que los almogávares habían dejado en los campos de Anatolia. De ésta no se libraron ni los niños.
Andrónico II, asustado por el cariz que habían tomado los acontecimientos, armó un ejército para neutralizar la amenaza. No sirvió de gran cosa. Los almogávares, crecidos e iracundos, derrotaron a los bizantinos. Para evitar la tentación de huir, prendieron fuego a los barcos y se lanzaron, guiados por sus nuevos adalides, al cuello de sus antiguos anfitriones, gritando, cómo no, "Desperta, ferro!". Las crónicas aseguran que mataron, ellos solitos, a 26.000
bizantinos; aunque ya sería alguno menos, porque a los "cronistas en primera persona" siempre se les va la mano cuando se trata de contar sus hazañas. Una vez reparada la ofensa, la compañía, visiblemente mermada por los combates, se dirigió hacia Grecia, saqueando a conciencia lo que encontraron a su paso, excepto los monasterios del monte Athos. Lo cortés no quita lo valiente: serían crueles y sanguinarios, sí, pero también devotos y aficionados a oír misa antes de la batalla.
Muertos sus jefes en las refriegas con los bizantinos, formaron un consejo de gobierno, el Consell de Dotze, y se pusieron al servicio de los barones francos que mandaban en el sur de Grecia desde tiempos de las Cruzadas. Uno de ellos, Gualterio de Brienne, volvió a traicionarles. Se le olvidó liquidar la soldada por los servicios prestados. En mala hora, porque el despiste lo pagó con su vida. En pocos años se adueñaron de los señoríos francos; pero no de cualquier manera, sino a su manera: asesinaron a los barones y se quedaron
con sus haciendas, sus castillos y sus viudas, y fundaron dos ducados, los de Atenas y Neopatria, que perdurarían casi cien años. Durante casi un siglo estos dos pedazos de Grecia se convirtieron en un apéndice lejano y semiolvidado de a Corona de Aragón. (El título de duque de Atenas y de Neopatria corresponde en la actualidad al rey de España, por lo que hoy recae en la figura de Felipe VI).
Tras la caída de Atenas y la toma de Constantinopla por los turcos, en el siglo XV, la epopeya de los indomables almogávares fue cayendo en el olvido y su historia se transformó en leyenda. Habían luchado contra corriente, contra el signo de los tiempos, contra todo y contra todos, hasta contra sí mismos. Hoy nadie los reivindica; son, en cierto modo, incómodos recuerdos de una época de la que pocos quieren acordarse. Hasta en la muerte son temidos y respetados. ¡Desperta, ferro! Sigue siendo el grito de guerra de sus herederos directos: la Brigada Paracaidista.
José Antonio Parra Tomás
PATRIMONIO Y FOLCLORE
Abiertos a contribuir a la conservación de tradiciones propias de la zona
CULTURA
GastronOMÍA
© 2024. All rights reserved.
Colaboramos para mantener vivas las tradiciones culinarias de la zona
Creación de actividades que sirvan para aumentar la formación de nuestros seguidores
contacto