EL BAÑO DE NUESTRA ADOLESCENCIA
Recuerdos de la infancia, en una España de hace casi 100 años, recuerdos de los baños en el río, todo un reto, o en el barreño, los domingos antes de misa.
ADOLFO M. VERDEJO
Adolfo M. Verdejo en Asociación la Tortuga de El Charco.
11/27/20243 min read
EL BAÑO DE NUESTRA ADOLESCENCIA
Cuando de niño leía a ciertos escritores ingleses, recuerdo que una de las cosas que más llamaban mi atención era la del baño diario, o la ducha, también cotidiana, a los que placenteramente se veían sometidos, sin excepción, todos los protagonistas; y mi asombro era por el baño en sí, no por la solemnidad de los preparativos que, también sin excepción, realizaba el mayordomo de turno.
Era natural que aquellas escenas relatadas reiteradamente por la casi totalidad de los autores de la época, encendieran vivamente mi imaginación, pues algo que hoy está al alcance de casi todo el mundo llamado civilizado, entonces era un bien al que muy pocos tenían acceso.
Nuestros baños juveniles de verano consistían, en el pueblo manchego que me vio nacer, Manzanares, en zambullirnos en una de las revueltas del aprendiz de río que es el Azuer, afluente del Guadiana y de escasísimo caudal, antes de que cada estiaje terminara rotundamente con su precario líquido. Mientas nos sumergíamos en aquellas turbias aguas, por el fango de arcilla roja que nuestros pies removían, recordábamos aquello de ”no hay sabadito sin sol, ni mocita sin amor, ni río sin recodo”. Aquellas frecuentes escapadas eran detectadas fácilmente por nuestros progenitores cuando veían en nuestra ropa interior la huella indeleble de la arcilla que, a pesar de las precauciones que tomábamos, era imposible evitar; broncas, algún mamporro, anatemas e intentos de socavar nuestro valor recordándonos luctuosos sucesos en aquel famoso e inofensivo tercer recodo que a nuestras madres infundían pavor porque jamás habían llegado a aquellos parajes, a pesar de su escasa distancia al pueblo.
Otras veces, los baños consistían, sin más, en sacar un cubo de agua del pozo (casi la totalidad de las casas del pueblo gozaba de uno, gracias, hemos sabido después, al Acuífero 23 que mis paisanos están esquilmando) y echárnoslo por encima en un santiamén, temblando de frío, pues el agua salía tan baja de temperatura que permitía refrescar la fruta, el vino y el sifón, sumergidos en el agua de un cubo que se sacaba un rato antes de cada comida.
Mis vecinos los Trujillo eran fabricantes de carros, y yo les tenía un especial cariño por su trato hacia mí y porque me entusiasmaba verles trabajar en el taller, haciendo absolutamente todo lo que llevaba el carro en forja y carpintería; verles calentar los aros de las ruedas, golpear el yunque para dar forma a los hierros, serrar o limar, eran faenas que para mí constituían una verdadera delicia. Pues bien, ellos disponían de una especie de cubo cilíndrico con una alcachofa en una de las bases, y después de llenarlo, se tiraba de un cuerda, se le daba la vuelta y el agua que contenía iba cayendo lentamente a través de los agujeros, lo que permitía prolongar un poco la refrescante ducha. No sé si el invento era de ellos, cosa que no me extrañaría, pues eran enormemente ingeniosos; además de que el ingenio en aquellos años de la posguerra, era algo que no faltaba. Mi hermano Ildefonso (q.e.p.d) llenó los hogares de medio pueblo con unos encendedores eléctricos, pues no había cerillas, que constituían en un hilo metálico bobinado alrededor de un trozo de amianto, formando una resistencia, y un rascador metálico con alma de algodón empapado en alcohol que, al pasarlo por el alambre que estaba conectado a la red, formaba un chisporroteo que inflamaba el hisopo, y ya, a modo de pequeña antorcha, era transportado al hogar, iniciando la lumbre para hacer las comidas. Tampoco sé si la idea fue suya o simplemente copiada, pero muchos de sus amigos debieron quedarle agradecidos por sus desvelos, ya que se pasaba muchas horas de su merecido descanso lijando y preparando esos encendedores, que en aquella época eran de absoluta necesidad por la dificultad en sustituirlos por otra cosa.
Aquellos eran los baños que podríamos denominar “de placer”, pues los otros, los del obligado y odioso aseo, eran un ritual que se repetía, domingo tras domingo, antes de ir a la Misa de doce, y consistían en sumergirse hasta los tobillos en el agua de un barreño de cinc y darnos un enjabonado general con un jabón verde hecho en casa con sosa caustica y aceites de desecho.
Podemos pues comprobar que, a pesar del relativo poco tiempo transcurrido, estamos a años luz de aquella época.
Adolfo Muñoz Verdejo_Publicado originalmente en revista Siembra 2.008
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