EL ESPAÑOL QUE DESCUBRIÓ LAS FUENTES DEL NILO
España, a veces cuesta entendernos a nosotros mismos. Uno no sabe si es fruto de nuestra cultura, nuestros complejos o el trabajo de las otras grandes potencias europeas empeñadas en eclipsar toda nuestra historia repleta de grandes momentos. Pero sea como sea, el resultado es en muchas ocasiones el olvido, y dentro de este capítulo de grandes olvidos y olvidados, está Pedro Páez, un jesuita que fue el primer europeo en ver las fuentes del Nilo Azul, por mucho que la historia oficial anglosajona se empeñe en decir otra cosa.
JOSÉ ANTONIO PARRA TOMÁS
José Antonio Parra en Asociación la Tortuga del El Charco.
5/11/20257 min read


Hay una pequeña localidad, a unos 50 km al este de Madrid y unos 25 km de Alcalá de Henares, llamada (actualmente) Olmeda de las Fuentes. Su población no llega a los 500 habitantes, aunque en los últimos años, un nutrido grupo de artistas e intelectuales, especialmente pintores, han elegido Olmeda como segunda residencia, inmortalizando sus gentes y sus paisajes.
La iglesia del pueblo, dedicada a San Pedro Apóstol, es de estilo románico, y destaca por encontrarse en lo alto del pueblo, a modo de fortificación, vigilando y cuidando todo a su alrededor. Acceder a ella, significa estar en forma y subir mediante sinuosas cuestas, repletas de rincones mágicos, donde los vecinos recrean y adornan las calles con flores llenas de vida que realzan la belleza de este lugar, aún más si cabe. Allí, en la fachada de la Iglesia, una placa recuerda a su hijo más ilustre, Pedro Páez Jaramillo, un misionero jesuita, madrileño por el mundo, en el siglo XVII.
Entre los cientos de exploradores y aventureros que la historia de España puede mostrar con orgullo, pocos son comparables a Pedro Páez. La placa revela el mayor de los logros de este jesuita, que fue el primer europeo en beber café y documentarlo, y el primer europeo en llegar, el 21 de abril de 1618, a las fuentes del Nilo Azul (ni siquiera en España se ha defendido este logro suyo frente a lo que dice la historia oficial, que concede ese “descubrimiento”, cómo no, a un anglosajón, James Bruce, que llegó al mismo lugar 152 años más tarde).
Si Pedro Páez hubiera nacido en Inglaterra o en Francia o en cualquier otro país acostumbrado a mirar con simpatía su propia historia, sería un personaje conocido; se habrían escrito mil libros sobre él y rodado multitud de películas celebrando sus aventuras, que no fueron pocas. Pero no; en España no es así. Tanto él como sus viajes, no son conocidos nada más que por un pequeño círculo de amantes de la historia, las grandes epopeyas y los viajes.
Solo recientemente ha sido reivindicado en todos sus méritos. Uno de los datos más elocuentes de lo lejos que hemos estado de hacer justicia a su memoria es que la gran obra de Pedro Páez estaba inédita en español. Su “Historia de Etiopía”, es un libro de iniciación para la literatura histórica y científica, y permanece con una vigencia intacta, porque lo escribió un hombre de honda cultura y afán incansable de contrastar la verdad.
Actualmente, fuera de España se le valora como un libro de alto contenido científico. Dice el propio Pedro Páez, en el prólogo del libro, que ningún dato de los que aparecen es invención, sino que, o bien lo ha visto él mismo, o bien lo ha preguntado a dos o tres personas, al menos. Sus fuentes son absolutamente comprobadas, y hay que pensar lo que era eso en 1620, todo un antecedente del periodismo y la ciencia moderna.
Pero, ¿cómo llegó a Etiopía este jesuita intrépido? Todo en su vida es aventura, algo que le llevaría también a un largo cautiverio. Como he dicho anteriormente había nacido en Olmeda de las Fuentes (llamada Olmeda de las Cebollas en el siglo XVI) en 1564, cuando España era la primera potencia militar y política de la Tierra, con su rey, Felipe II, en cuyos dominios no se ponía el sol, según reza el conocido dicho. La expansión colonial española era imponente en todos los lugares del mundo en ese año del nacimiento de Páez. Y aún se expandió más cuando, en 1580, Felipe II unificó en una sola las coronas de Portugal y de España, con lo que todos los dominios portugueses en el exterior, sobre todo en Asia, pasaron a formar parte del imperio hispano. Este hecho sería muy importante en el destino del joven Páez, que por entonces tenía 16 años.
Otro acontecimiento no menos importante marcaría también su futuro: la fundación de la Compañía de Jesús, aprobada por el Papa Pablo III en 1540, veinticuatro años antes del nacimiento de Pedro Páez. La nueva orden religiosa se distinguiría muy pronto de las otras congregaciones católicas y se convertiría, con el paso de los años, en algo así como el “brazo espiritual” del imperio español.
Pedro Páez estudió primero en el colegio jesuita de Belmonte (Cuenca), y después marchó a la universidad de Coímbra, uno de los más importantes centros de formación intelectual de los jesuitas en la península Ibérica. Allí ingresó en la Compañía de Jesús. Pronto destacó por su gran cultura y espíritu, así como por su talento para los idiomas.
A medida que el imperio español crecía con nuevos horizontes, un “ejército” de misioneros era enviado para la evangelización de las nuevas tierras. Así, Pedro Páez viajó a Goa, en la India, la residencia central de los jesuitas en el lejano Oriente, y desde allí partió hacia Etiopía, acompañado del padre Antonio de Montserrat. Pero en el trayecto, su barco fue asaltado y ambos fueron hechos prisioneros por piratas árabes. Vendidos a los turcos como esclavos, desembarcaron en la península arábiga y recorrieron el camino hasta la ciudad de Saná, en el Yemen, atados con cadenas a las colas de los camellos de una caravana. Y de ese modo, se convirtieron sin quererlo en los primeros europeos en cruzar el terrible desierto de Hadramaut y en probar el café, bebida por entonces desconocida en toda Europa.
Durante casi siete años, los dos jesuitas permanecieron en cautividad en Saná, sirviendo incluso en ocasiones como galeotes de las naves piratas. Pedro Páez aprovechó para aprender de otros cautivos el árabe, el hebreo, el persa, el armenio y un poco de chino. Su envergadura intelectual y su avidez por la sabiduría, estaban por encima de sus sufrimientos.
Felipe II tuvo noticia de este cautiverio (España poseía buenísimos espías, además de exploradores) y ordenó negociar el rescate. Quinientas coronas de oro por cada uno de ellos. Una vez liberados, volvieron a Goa, aunque Antonio de Montserrat murió al poco de regresar. Pedro Páez, jamás se rendiría y, después de guardar cama unos meses para recuperar su salud, decidió volver a Etiopía, después de todo. Disfrazado de mercader armenio, sin otra compañía que su equipaje, su astucia y su dominio de las lenguas, burló las patrullas turcas y desembarcó en la costa de Etiopía. Unas semanas después llegaba a Fremona a lomos de una mula, y daba el relevo al anciano y fatigado padre Melchor da Silva, el único superviviente de la misión. Allí realizó su obra evangélica y científica. Empezó poco a poco, debatiendo con teólogos coptos ortodoxos, y acabó convirtiendo al catolicismo a dos emperadores.
Etiopía era el único país de África con lengua escrita, el amárico, que se escribe de izquierda a derecha, usando un alfabeto derivado de otro idioma antiguo, que era el ge’ez. Pedro Páez aprendió también esos dos idiomas, y se convirtió, además, en constructor de iglesias, palacios, y prudente consejero de los emperadores. En una de las múltiples expediciones que realizó llegaría hasta las fuentes del Nilo Azul, cuyo descubrimiento relató en su Historia de Etiopía, siendo el primer europeo en llegar y describirlas. Su relato detallado de este hallazgo, es anterior en más de 150 años a la expedición del escocés James Bruce, por mucho que el propio escocés se empeñó en ocultarlo, y a quien se le atribuyó erróneamente el descubrimiento.
Pedro Páez era un hombre de gran humildad, que conservó incluso mientras caminaba entre reyes. Al ver las fuentes del Nilo Azul escribió: “Y confieso que me alegré de ver lo que tanto desearon ver antiguamente el rey Ciro, el gran Alejandro y Julio César”.
El Nilo Azul, después de su recorrido por las tierras etíopes, llega a Jartún en el Sudán, y allí se une con el Nilo Blanco; juntos darán sus aguas al Nilo propiamente dicho. En la confluencia en Jartún de ambos ramales, el Blanco y el Azul, el Nilo Azul aporta alrededor del 80% del caudal total del Nilo.
En su historia reproduce, por ejemplo, la afectuosa correspondencia entre Felipe II y el emperador etíope, al que pedía el mejor trato para los misioneros que habían convertido un nuevo reino al catolicismo.
Allí, en Etiopía, junto a las aguas verdosas del Lago Tana, dónde algunos aseguran que se encuentra escondida la mismísima Arca de la Alianza, reposan los restos de este español y primer europeo que vio las fuentes de uno de los ramales del río más grande de África.
Afortunadamente, unos años antes de morir, Pedro Páez recogió las impresiones y experiencias de esos casi veinte años de misión en su Historia de Etiopía, un exhaustivo y riguroso tratado del país del Cuerno de África, considerado por los especialistas británicos como precedente de El origen de las especies de Darwin. Su valor científico, documental, histórico, etnográfico y lingüístico, hace de su trabajo un texto plurivalente y paradigma dentro de su género, la literatura misionera.
Resulta, pues, incomprensible que haya permanecido en la sombra durante siglos y que solo en 2014, en el 450 aniversario del nacimiento de su autor, hayan visto la luz en el mercado editorial español (Ediciones del Viento) los cuatro libros que componen el texto íntegro. La obra de Pedro Páez ha empezado a cobrar vida para los lectores españoles. Con casos como este, en España descubrimos que no es solo la envidia nuestro pecado nacional, sino también el olvido.
José Antonio Parra Tomás
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