EL SACO DE ROMA

La historia hay que contarla para así conocerla. Al contarla siempre encontramos episodios trascendentales, en este caso un episodio de violencia propia de épocas en las que la vida y la muerte se juzgaban de formas muy diferentes a como lo hacemos hoy, y que sin embargo, cuando se vuelven a dar circunstancias adversas, nos damos cuenta que aquellos tiempos, no quedan tan lejanos.

JOSÉ ANTONIO PARRA TOMÁS

José Antonio Parra en Asociación la Tortuga de El Charco.

5/4/202510 min read

El rey y emperador Carlos I de España y V de Alemania, el César del siglo XVI, contrajo matrimonio con su prima hermana Isabel de Avis, más conocida como Isabel de Portugal. La boda se celebró en Sevilla, el 10 de marzo de 1526, y pasaron medio año de su luna de miel en la Alhambra de Granada, donde fue concebido el futuro Felipe II. Se ponían así, una vez más, las bases para hacer cumplir algún día el viejo sueño de sus abuelos, los Reyes Católicos, de reunificar la península ibérica bajo un mismo monarca. Este sueño se cumpliría por fin bajo el reinado del niño que iba a nacer.

Felipe II nació en Valladolid el 21 de mayo de 1527. El alumbramiento fue, como todos los nacimientos reales, un acontecimiento feliz, en el que toda la ciudad se regocijó en fiestas y celebraciones que duraron semanas.

El recién nacido fue presentado a su padre en una bandeja de plata. El infante fue bautizado por el arzobispo de Toledo, don Alonso de Fonseca, en la iglesia de San Pablo. El niño, primogénito y varón, y por lo tanto heredero de Carlos si no se malograba por el camino, recibiría el nombre de Felipe por deseo de su progenitor, quien quería que llevara el mismo nombre que su padre, aquel Felipe I de Castilla, más conocido como Felipe el Hermoso, esposo de la reina Juana la Loca.

El día de su bautismo, el niño fue sacado por una de las ventanas del palacio de los Pimentel, donde se había alojado la pareja imperial con sus cortesanos. En Valladolid existía la tradición de que los infantes debían ser bautizados en la iglesia parroquial más cercana a la puerta de la casa por donde saliera el cortejo. Como la iglesia más cercana a la puerta del palacio de los Pimentel era la iglesia de San Martín, más pobretona y menos regia que la de San Pablo, que era más del gusto del emperador, se optó por sacarlo por la ventana, que da a la plaza de San Pablo, en lugar de por la puerta, para así escamotear la tradición. Extraña historia que bien pudiera ser leyenda, pero que en Valladolid se tiene por dogma de fe.

Una vez cumplida esta extravagante solución, el cortejo se puso en marcha hacia el templo de San Pablo, donde el infante recibiría las aguas bautismales: a la cabeza, el condestable de Castilla, quien portaba al recién nacido en sus brazos, y el duque de Alba. Detrás, sus padrinos, el duque de Béjar y la reina Leonor, hermana de Carlos I y prometida con el secular enemigo de este, el rey de Francia Francisco I. A continuación, toda la flor y nata de la más alta aristocracia española.

Pero toda la alegría del primer momento quedó ensombrecida por las noticias que llegaban desde Roma; primero con cuentagotas, fragmentadas y difusas; después más claras y terribles, que confirmaban que Roma, la capital de la cristiandad, había sido asaltada y saqueada por las propias tropas de Carlos I.

¿Qué había ocurrido? Pues, desde que en 1520, Carlos I de España obtuvo el título de emperador (Carlos V) del Sacro Imperio Romano Germánico, se había hecho con importantes territorios en la península itálica. Su poder en una buena parte del país era incontestable.

Francisco I de Francia, que también había optado al título de emperador, vio la posibilidad de una compensación, anexionándose el ducado de Milán (Milanesado). A partir de ahí, se desarrollarían una serie de contiendas, de 1521 al 1524, entre Carlos V y Francisco I.

Hubo distintos enfrentamientos que, de momento, terminaron el 24 de febrero de 1525, en la batalla de Pavía, con la victoria de las tropas imperiales de Carlos V, cayendo prisionero el propio rey francés Francisco I.

En 1526, Francisco I se encontraba en Madrid, pero no de visita oficial, sino preso en la Torre de los Lujanes, aneja a la misma casa donde vivía una acomodada familia de comerciantes madrileños. Era una doble humillación a la que se sometía al monarca francés tras perder (y por goleada) la batalla de Pavía.

Por un lado le encerraban en la casa de un vulgar mercader; por otro, lo hacían en una villa, Madrid, que en ese momento era una ciudad de segunda, en medio de ningún sitio y de donde no podría escapar, hasta que firmase una no menos humillante capitulación.

El 16 de enero de aquel año, se presentó en la villa un delegado del rey Carlos con un tratado bajo el brazo que el rey de Francia tendría que firmar sí o sí. Francisco tenía que renunciar a todos sus derechos sobre el ducado de Borgoña y a los principados italianos, al tiempo que se comprometía a casarse con Leonor, hermana de Carlos, y a enviar a dos de sus hijos a estudiar en España.

Como no tenía muchas más opciones, Francisco I hincó la rodilla y firmó. De lo contrario se hubiera tenido que quedar a vivir en Madrid, que hoy no está nada mal, pero que en aquel entonces era una pequeña e intrascendente villa castellana, desconocedora aún del importante papel que la historia le tenía reservado. El Tratado de Madrid se firmó y Francisco I fue liberado en la frontera francesa.

Una vez llegado a París, fue el Papa Clemente VII el que animó desde Roma, por escrito, al rey francés a incumplir el Tratado, abogando que los tratados que se firman “bajo la presión del miedo carecen de valor y no obligan a su observancia”. Además, el Papa convenció a Francisco I para unirse a la llamada Liga de Cognac (o liga Clementina), una alianza militar, para expulsar a los españoles de la península italiana de una vez por todas.

La Liga reunía a todos los poderes italianos del momento. Se apuntaron los venecianos, los milaneses, los florentinos y, de propina, los ingleses, siempre tan aprovechados y temerosos de que la estrella de Carlos V brillase demasiado.

Francisco atacó primero por el sur de Lombardía con la intención de evitar que los Tercios españoles se hiciesen con Milán, plaza estratégica desde la que se controla todo el norte de Italia. Carlos V, que vio la jugada, ordenó a su ejército lanzarse sobre Milán, tomándola al asalto, y así Roma y Francia quedaron incomunicadas por tierra. La guerra pintaba nuevamente bien para Carlos V y estaba casi decidida, pero entonces sucedió algo con lo que nadie contaba. Los soldados imperiales de Carlos, unos 30.000, llevaban varios meses sin cobrar sus pagas, y se amotinaron.

Ante una situación semejante, Carlos podía hacer dos cosas y las dos pasaban por continuar la guerra y, naturalmente, ganarla. Una, pedir prestado el anticipo de la soldada a los banqueros habituales y luego devolver el dinero, más los intereses pactados, con el botín de guerra. La otra, más directa, era arrojarse a la desesperada sobre una ciudad rica, asaltarla y que los soldados se cobrasen, en metálico o en especie, la cantidad adeudada.

En aquel momento Carlos no estaba para refinamientos y mucho menos para regateos con los banqueros de confianza. Estaba, por decirlo claramente, sin blanca y con el agua al cuello. De modo que ordenó al duque Carlos de Borbón, un francés renegado que se había puesto al servicio de los españoles, que se dirigiese a Roma y la saquease. Si lo conseguía mataba dos pájaros de un tiro: le bajaba los humos al Papa y pagaba a sus soldados mucho mejor de lo que ellos hubiesen jamás imaginado.

El ejército imperial de Carlos estaba compuesto por tres cuerpos de tres nacionalidades distintas: Lansquenetes alemanes, Tercios españoles e Infantería italiana del reino español de Nápoles. El ejército partió de Arezzo, en la Toscana, a finales de abril. De camino saquearon varias ciudades menores y el 5 de mayo de 1527 ya estaban a las puertas de Roma.

El Papa Clemente no había pensado en un desenlace como aquel, y apenas pudo oponer unos 5.000 defensores, entre soldados y ciudadanos, que se organizaron en milicias, y 189 guardias suizos, encargados de la defensa del Papa. Dispuestos en las muy largas murallas romanas, construidas por el emperador Aureliano, fueron una minucia frente aquellas tropas veteranas y sedientas de dinero, que se encontraban al otro lado.

El día 6 los atacantes penetraron por el Janículo (una colina romana) matando a todo el que se le ponía por delante. En una de las refriegas, el duque de Borbón, que estaba al mando de las tropas imperiales, fue alcanzado mortalmente por un arcabuzazo disparado por los defensores. La muerte de la máxima autoridad del ejército imperial, hizo que los soldados perdieran toda moderación, ebrios de sangre, lujuria y codicia. Fue sustituido por Filiberto de Châlon, otro francés traidor, al servicio de Carlos, y que estaba tanto o más decidido que su antecesor en sembrar el pánico en la Ciudad Eterna. Y así fue. Nada más entrar, los imperiales ejecutaron públicamente a casi todos los guardias suizos y a unos 1000 defensores, para que la escabechina sirviese de ejemplo al resto de los romanos. El saco de Roma acababa de comenzar.

Los soldados se desperdigaron por toda la ciudad asaltando palacios, basílicas, iglesias y monasterios. Nada ni nadie estaba a salvo, especialmente las mujeres, parte inexcusable de cualquier botín de guerra. Los lansquenetes alemanes destacaron especialmente en esta vorágine, al ser la mayoría de ellos protestantes, para quienes la destrucción de Roma tenía todo el carácter de una cruzada religiosa, por lo que tan pronto entraron en Roma se dirigieron al Vaticano con la intención de asesinar al Papa y saquear los tesoros de la Iglesia.

Los cardenales, príncipes de la Iglesia al fin y al cabo, podían elegir entre morir como mártires en sus palacios mientras la tropa los saqueaba, o llegar a acuerdos con los capitanes entregando previamente una cantidad determinada de oro, piedras preciosas y otras riquezas fácilmente transportables.

El Papa, que había permanecido en su palacio confiado en que el ejército imperial no se atrevería a entrar en la ciudad, quedó aterrorizado, y escapó por los pelos con algunos cardenales, por el Passetto, un corredor secreto que une el Vaticano con la fortaleza romana de la época del emperador Adriano, contigua a su palacio Vaticano, el Castillo de Sant’Angelo.

Las hordas imperiales se lanzaron a una orgía desenfrenada, cometiendo todo tipo de pillaje, profanaciones, sacrilegios, violaciones y asesinatos, que duraron varios días. Por lo que cuentan las crónicas de la época, no quedó un palacio, una iglesia, un convento o un monasterio sin asaltar, y sus ocupantes fueron violados y asesinados salvajemente.

Solo se salvó del saqueo la embajada española ante la Santa Sede, símbolo de la autoridad española, que además se convirtió en refugio para muchos romanos y clérigos, que buscaban protección. La actuación del embajador español y sus hombres fue vista como un gesto de humanidad hacia los ciudadanos romanos.

Se calcula que perdieron la vida más de diez mil personas, y no fue respetado ni el estado eclesiástico de la mayor parte de las víctimas, ni las mujeres ni los niños. En una semana, la incomparable ciudad, llena de tesoros artísticos de incalculable valor, se vio reducida a escombros y edificios incendiados por todas partes. El saco de Roma (adaptación al castellano de la voz italiana sacco di Roma, saqueo de Roma), marcó un antes y un después en la historia de esta ciudad universal, y traumatizó a sus habitantes más que muchos otros episodios de su historia.

Al cabo de unos días, Filiberto de Châlon dio órdenes de detener de inmediato el saqueo; había llegado la hora de negociar con el Papa, que se encontraba preso en el Castillo Sant’Angelo. No le había dado tiempo a huir y ahora, igual que Francisco I en Madrid un año antes, tenía que hincar la rodilla si no quería permanecer eternamente recluido en la fortaleza. Las condiciones eran dolorosas. El Papa tenía que romper su alianza con Francia; entregar 400.000 ducados (de oro, claro) a los ocupantes y, además, ceder varias ciudades al rey de España, entre las que se encontraban algunas importantes como Módena, Parma y Civitavecchia, puerto de Roma. A todo dijo que sí y se le liberó.

La noticia del saco de Roma fue recibida con consternación en todo Occidente. El ejército imperial de Carlos se rodeó, a partir de ese momento, de un aura de terror ante los europeos que le dio una ventaja psicológica frente a sus enemigos, quienes temblaban ante su sola mención, lo que reforzaba aún más la fama terrorífica que ya tenía.

Por una inesperada carambola, Carlos I de España se había salido con la suya enviando un mensaje al mundo: si esto hacía con el Papa, qué no haría con otros enemigos. Sin embargo, en Valladolid, donde se encontraba con la fiesta del nacimiento de su heredero, Carlos se mostró muy disgustado por la excesiva reacción de sus soldados; presentó disculpas formales ante el Papa y se vistió de luto en recuerdo de las víctimas.

El Papado, por su parte, no volvería a ser el mismo. La caída de la ciudad supuso el fin del poder del Papa, cuya actitud cambió radicalmente. Como muestra de ello, el 24 de febrero de 1530, el Papa accedió a imponer la corona del Sacro Imperio Romano Germánico a Carlos V, en una pomposa ceremonia celebrada en Bolonia. Desde aquel instante se forjó una indestructible alianza entre el trono de San Pedro y el de España que, no mucho después con las guerras de religión alemanas, se convertiría en luz de Trento, espada de Roma y martillo de herejes.

El Papa pasó el resto de su vida intentando evitar conflictos con Carlos, evitando tomar decisiones que pudieran disgustarle. Por ejemplo, le negó a Enrique VIII de Inglaterra la nulidad matrimonial de Catalina de Aragón, que era tía de Carlos.

En Roma, entretanto, el saco quedaría grabado a fuego durante generaciones. Tanto que hoy, casi 500 años después, los guardias suizos juran bandera el 6 de mayo, en memoria de aquella sangrienta jornada.

José Antonio Parra Tomás