FELIPE III, EL DUQUE DE LERMA Y CERVANTES
La historia se repite, siempre. El ser humano, nosotros tal y como somos en estos momentos, no somos muy diferentes a los que hemos sido hace 400 años (y seguramente mucho más), que puede parecer mucho en función de otras cosas, pero para cambiarnos, no es nada. Y siendo así, debemos pensar en el Duque de Lerma como en un adelantado a su época en todos los sentidos menos gratificantes que podamos hacerlo. Este personaje de la nobleza de la Corte de Felipe III encarna lo peor de la política que hoy nos ocupa, lamentablemente.
JOSÉ ANTONIO PARRA TOMÁS
José Antonio Parra en Asociación la Tortuga de El Charco
11/23/20257 min read


FELIPE III, EL DUQUE DE LERMA Y CERVANTES.
Había en Madrid, un espacio irregular, usado como mercado y lleno de tenderetes; se llamaba plaza del Arrabal. En 1617, se rediseñó ese recinto, y se convirtió en una gran plaza ceremonial, ordenada y monumental. La idea era clara: representación del poder de la monarquía y modernización del corazón de Madrid que, desde 1561, era la capital del reino. La plaza recibió el nuevo nombre de “plaza Mayor”.
Ese ambicioso proyecto urbanístico se realizó bajo el reinado de Felipe III y, en su recuerdo, desde 1848, hay en el centro de la plaza, una estatua de bronce, con Felipe III a caballo, que preside ese espacio que él promovió.
Como curiosidad, indicar que, tras la proclamación de la I República española se decidió retirar la estatua a un almacén, en previsión de actos vandálicos. Al subir al trono Alfonso XII, la estatua fue repuesta en la plaza Mayor, pero en 1931, proclamada la II República, la estatua fue víctima de un atentado. Aprovechando que era hueca y tenía una abertura en la boca del caballo, le introdujeron un artefacto explosivo, que reventó la panza del animal. Ello desveló un curioso hallazgo: la explosión desperdigó por el lugar numerosos huesecillos, que más tarde se supo que eran restos de los múltiples pájaros que, a lo largo de los años, se habían quedado atrapados dentro del caballo, tras colarse por su boca.
Dicho esto, continúo con Felipe III, el cual, admitido por todos los historiadores, ha sido uno de los reyes más lerdos que ha tenido España. Felipe, heredó la corona, con apenas 20 años; era un muchacho de buenos modales, piadoso, hasta la devoción, y enemigo del conflicto. Había sido educado en la severidad castellana, pero carecía del fuego de los grandes monarcas. Prefería el recogimiento a los despachos, el rezo al cálculo y la serenidad a la guerra. Su padre, Felipe II, dijo aquello de: “Dios, que me ha dado tantos reinos, no me ha dado un hijo capaz de gobernarlos; temo que me lo gobiernen”.
Y así fue; Felipe III, casi sin darse cuenta, dejó el timón del imperio en manos de quien supo tomarlo con gusto, Francisco Sandoval Rojas y Borja, (su abuelo materno fue san Francisco de Borja), que había sido gentilhombre de cámara de Felipe III, cuando aún era príncipe y, al ascender al trono, en 1598, le otorgó el título de duque de Lerma y Grande de España, y le nombró su valido (o primer ministro), lo que le dio un gran poder y control sobre la política del reino.
El duque era todo lo contrario de su señor. Ambicioso, audaz, de sonrisa fácil y bolsillo rápido, comprendió que, gobernar en nombre de un rey apacible, podía ser el mejor negocio del mundo. Y lo fue. Bajo su influencia, España conoció un esplendor cortesano de fiestas, máscaras y comedias, mientras la caja real se vaciaba silenciosamente.
Durante el reinado de Felipe III, el duque de Lerma hizo y deshizo a su antojo, ya que Felipe fue un rey indolente y simplón; un monarca marioneta al que se le podía entretener con la caza, el juego, el teatro y la pintura, mientras el duque y los suyos, vaciaban las arcas de la corona o causaban el desprestigio internacional de España como potencia militar.
El duque de Lerma, como valido de Felipe III, no va a perder el tiempo, y creará una red clientelar, aupando a los suyos a los cargos más importantes. Uno de estos personajes fue Rodrigo Calderón de Aranda, de quien se decía que era “el valido del valido”. También ganó grandes cantidades de dinero, con la venta de cargos y favores públicos. Sí, todo esto ya se hacía en la época de los Austrias, aunque será con los Borbones cuando se instaure la barra libre y hasta hoy…
No es extraño, por ello, que al duque de Lerma, se le señale en la historiografía como un personaje arrogante y avaricioso, llegando a ser el hombre más rico del Imperio español en ese momento. Además, fue un compulsivo coleccionista de arte, llegando a acumular casi 3000 pinturas, ya que, para obtener su favor, los nobles le regalaban sus mejores obras.
El duque hizo lo siguiente: convenció a Felipe III para trasladar la corte a Valladolid, pero antes de convencer al rey, adquirió infinidad de solares y casas en esa ciudad castellana, de tal forma que cuando el traslado se hizo efectivo, como Valladolid no tenía infraestructuras públicas para alojar a funcionarios y cortesanos, el duque alquiló a la corona, a precio de oro, todas las posesiones que previamente había comprado.
Pero el valido de Felipe III, aún tenía que redondear su jugada. Al perder Madrid su capitalidad, se produjo una gran depresión económica, y los precios de los edificios y terrenos, cayeron de forma espectacular. El duque de Lerma aprovechando lo baratito que estaba todo, y sabiendo que tarde o temprano la corte regresaría a Madrid, compró a precio de saldo, fincas en los mejores barrios y en los que se adivinaba que sería la expansión urbanística. Así, entre otras, adquirió toda la zona donde está ahora el Museo del Prado. Y, efectivamente, la corte regresó a Madrid, cinco años después. Una obra maestra de la corrupción y el desfalco público, que parece haber sembrado escuela, llegando hasta la política actual.
En ese momento, empieza a formarse una camarilla de nobles contrarios al duque, en torno a la reina Margarita, esposa de Felipe III, ya que las operaciones urbanísticas del duque, sus favoritismos y la corrupción general, habían dañado fuertemente las arcas de la corona, y socavado la situación de muchos nobles.
Poco después, en 1607, se declara la suspensión de pagos por el endeudamiento de la Hacienda Real, y la bancarrota. La población sufrió un empobrecimiento generalizado, aumentaron los impuestos y se produjeron conflictos sociales en muchas regiones del país, lo que aumentó la oposición a Lerma, que, además, hizo aparecer a España como un estado debilitado tras la tregua que acordó con Holanda, que equivalía a reconocer la independencia de los holandeses.
El duque, arrinconado por los excesos de su política ineficaz y corrupta, se ve en la necesidad de buscar una salida expiatoria, y colocar una cortina de humo. Para ello, señala a los moriscos como cabeza de turco de todos los males del país, y se decreta su expulsión de España.
Bien es cierto, que había motivos religiosos, políticos y de seguridad contra los moriscos, pero también la jugada del duque de Lerma era doble: cortina de humo ante su política ineficaz, y apropiación de los bienes de los moriscos. Así, fueron expulsados de España entre 300.000 y 500.000, especialmente de Andalucía y Valencia, de un censo de 8 millones de habitantes, que tenía el reino en aquel momento, para que el duque volviera a aumentar su popularidad.
La expulsión fue aplaudida por el clero y las órdenes religiosas, y también por buena parte del pueblo. Era una medida que daba una imagen de defensa de la fe católica y de purificación del reino.
La realidad histórica demostró, que la expulsión de los moriscos funcionó en detrimento del desarrollo económico y social de España. Al ser expulsada la mayor parte de los agricultores y artesanos, la producción de bienes de consumo y la recaudación de impuestos se vieron gravemente afectados; además, hubo que subvencionar a los señores que perdieron la mano de obra morisca, y arrastró a la región valenciana a un déficit demográfico que costaría remontar. La medida fue políticamente popular, pero económicamente devastadora y demográficamente desastrosa.
Y, ¿qué fue del duque de Lerma?
Pues, que se le acabó el “chollo”, cuando murió Felipe III, y al final pudo ser procesado, así como su valido, Rodrigo Calderón de Aranda, que fue ejecutado en la plaza Mayor de Madrid en 1621. Pero el duque, listo como era, para evitar su detención y ejecución más que cantadas, consiguió que el Papa Pablo V, le nombrara cardenal. La clave está en que los cardenales gozaban de inmunidad eclesiástica y confiscación de bienes, y no podían ser juzgados por tribunales seculares sin permiso del Papa, lo que suponía una fuerte protección política.
El nombramiento fue tan extraño, que los observadores europeos quedaron atónitos: un hombre casado, sin carrera eclesiástica y, además, un político en pleno declive, recibiendo el capelo rojo.
El duque se refugió en su palacio de Lerma, y allí estuvo hasta su muerte, que ocurrió en un viaje a Valladolid. Los madrileños le sacaron unas coplillas:
Para no morir ahorcado,
el mayor ladrón de España
se viste de colorado.
Y Felipe III, por tanto, no ha pasado a la historia por ser un rey lumbrera, pero al menos hizo algo bueno: el día 30 de marzo de 1615, firmó el privilegio real de impresión, para que Miguel de Cervantes pudiera publicar la segunda parte del Quijote. Pero, claro, Felipe III no se leyó el segundo libro del Quijote, para dar su beneplácito de impresión; encargó a otro que lo hiciera y firmara la autorización en su nombre. Esto era lo habitual, y menos mal que era así, porque, dada la capacidad intelectual de Felipe III, no habría pasado de la primera página y Cervantes se hubiera muerto sin verlo publicado.
Conseguir el privilegio de impresión para un libro, era un calvario para el autor. No es como ahora, que el escritor entrega su obra a la editorial, que imprime, distribuye, promociona y vende. Antes no. Antes, Cervantes, como todos, tuvo que entregar la segunda parte de su manuscrito a dos grupos de censores, el Consejo Real de Castilla y el Vicario de la villa de Madrid. El Consejo, a su vez, se lo pasó a un censor, que aprobó su publicación, porque en el libro no había cosa indigna de un cristiano, ni nada que atentara a la decencia.
El Vicario de Madrid tampoco se leyó el libro. Se lo pasó al capellán del arzobispado de Toledo, y el capellán dijo que no había nada que atentara contra las buenas costumbres. Los dos primeros obstáculos, salvados.
Llegó entonces el libro al rey, a Felipe III, y Felipe designo a un “propio” que, en su nombre, firmó el permiso para imprimir el libro. Ese era el privilegio de impresión, que se logró aquel 30 de marzo de 1615 para la segunda parte del Quijote, al que Cervantes, no llamó esta vez Ingenioso hidalgo, sino Ingenioso caballero, porque D. Quijote ya había sido armado caballero por dos rameras, en la primera parte.
Con todos estos agotadores permisos en la mano, Cervantes le vendió el privilegio de impresión a su editor, y… ¿por cuánto se lo vendió? Para hacerse una idea, solo basta un dato: a Cervantes solo le quedaba un año de vida (23 de abril de 1616) y murió en la más triste miseria.
José Antonio Parra Tomás
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