HAMMURABI Y LAS 12 TABLAS
Breve reflexión sobre la evolución del castigo penal anterior al Código de Hammurabi llegando al Derecho Romano y pasando por la revolución intermedia que supuso el concepto cristiano de poner la otra mejilla.
JOSÉ ANTONIO PARRA TOMÁS
José Antonio Parra en Asociación la Tortuga del El Charco
12/5/20249 min read


Dos grandísimos avances para la humanidad: uno es el primer texto legal del que se tiene registro, que establecía las normas de comportamiento y los castigos aplicables para aquellos que las omitieran. Y el otro, trece siglos más tarde, fue uno de los primeros logros que se alcanzaron en la lucha por Ia igualdad de derechos de los ciudadanos.
Mesopotamia es el nombre por el que se designa al territorio de Oriente Próximo situado entre los ríos Tigris y Éufrates. La época de la Babilonia contemporánea a Hammurabi no solo es famosa por todos los logros conseguidos a nivel de unificación política o religiosa, sino que también es mundialmente conocida por ser la época a la que pertenece uno de los códigos legislativos más antiguos de la Historia, el Código de Hammurabi. Tallado en un bloque de diorita de unos 2,50 metros de altura por 1,90 metros de base, el primero y original fue colocado en el templo de la ciudad de Sippar, pero se colocaron otros ejemplares a lo largo y ancho del imperio babilónico.
Durante las diferentes invasiones que sufrió Babilonia en los siglos posteriores al reinado de Hammurabi, el Código fue trasladado a la ciudad de Susa, actualmente en la provincia de Juzestán (Irán). Y fue justo en esta ciudad donde fue descubierto por la expedición arqueológica dirigida por Jacques de Morgan, en diciembre de 1901. Tras este asombroso descubrimiento, fue llevado a París, donde el padre Jean-Vincent Scheil tradujo el código al francés. Posteriormente, el código se instaló en el Museo del Louvre y ha seguido ahí hasta nuestros días.
Hay distintas opiniones acerca del momento exacto del reinado de Hammurabi en el que se creó el código, aunque por lo general se suele situar aproximadamente sobre el 1760 a.C. Este famoso código legislativo se elaboró partiendo de la llamada “Ley del Talión”.
Para que lo entendáis, grosso modo, mirad, originariamente cuando alguien sufría un daño, su familia, su clan, su tribu, se vengaba arrasando a la familia, al clan o a la tribu del que lo había ocasionado. No había proporcionalidad en el daño. Con el Código de Hammurabi se establece la Ley del Talión, donde se dicta que se aplique el “ojo por ojo, diente por diente”, es decir, que si una persona cometía un daño, debía recibir un castigo del mismo valor, proporcional al daño causado. Uno de los grandes logros que se consiguió con este código legislativo fue acabar en cierta medida con el derecho que las familias, los clanes, las tribus, se habían auto impuesto, para hacer justicia por cuenta propia, reemplazando de este modo la venganza familiar o tribal, por un riguroso sistema de castigos. Por tanto, la "Ley del Talión" supuso un avance en la regulación moral del comportamiento humano, al limitarse la venganza a una acción que fuera "proporcionada" a la ofensa recibida.
El primer pueblo que adoptó la Ley del Talión fue el pueblo hebreo, y Moisés lo recogió escribiendo: “vida por vida, ojo por ojo, diente por diente, mano por mano, pie por pie, quemadura por quemadura, herida por herida, cardenal por cardenal” (Éxodo 21,24-25).
Tendrían que pasar aún cientos y cientos de años para que un maestro de Nazaret, llamado Jesús, rompiera radicalmente con la Ley del Talión, explicando aquello de "...sabéis que en la Ley de Moisés se dijo ojo por ojo y diente por diente, pero yo os digo que améis a vuestros enemigos y bendigáis a quienes os persigan. Y si alguien te hiere en la mejilla derecha, ponle también la otra...” (Mateo 5, 39-40). ¡Ésta sí fue realmente una norma revolucionaria!
Vemos, pues, tres momentos en el progreso moral de la humanidad: la época de la venganza, antes de Moisés; la época de la justicia, después de Moisés; y la época de la misericordia con Cristo.
El Código de Hammurabi, al igual que sucede con casi todos los códigos en la antigüedad, eran consideradas de origen divino, tal y como se puede apreciar gracias a la imagen tallada en lo alto de la estela, donde el dios Shamash, el dios de la Justicia, entrega las leyes al rey Hammurabi. De hecho, había mucha conexión entre religión y justicia en periodos anteriores, ya que la función de la administración de justicia recaía en los sacerdotes, y no es hasta la creación del Código de Hammurabi cuando éstos pierden ese poder.
Por otra parte, el establecimiento de este código también implicó otra ventaja: como no había unos castigos determinados a cada tipo de delito, no se podía hacer nada para evitar la excesiva subjetividad de cada juez a la hora de establecer las penas por uno de esos delitos.
A nivel práctico, el objetivo que se buscaba con la creación de este código era homogeneizar jurídicamente el reino, ya que, dando a todas las partes del reino una legislación común, se podía controlar el conjunto con mayor facilidad.
En total, las leyes que aparecen escritas en el Código de Hammurabi son 282, pero faltan la número 13, 66, 99, 110 y 111, que son ilegibles por el deterioro. Todas las demás están escritas en babilonio antiguo y fijan diversas reglas de la vida cotidiana.
En primer lugar, establece una jerarquización clara de la sociedad, aclarando que existen tres grupos sociales: los hombres libres, los siervos o subalternos, y los esclavos. En segundo lugar, fija los salarios que ganan los trabajadores o cobran a los clientes de distintas profesiones, instaurando diferencias que dependen del grupo social al que pertenezcas. Otro asunto del que se habla en esta categoría es de la responsabilidad profesional. Por poner un ejemplo, si un arquitecto construye una casa que después se derrumba matando dentro a sus ocupantes, ese arquitecto es condenado a pena de muerte.
En tercer lugar, se dan los detalles acerca del funcionamiento y aplicación práctica de la justicia, que se impartirá en juicios llevados a cabo en tribunales y con derecho de apelación al rey. Además, lo que dicte el juez como pena tiene que atenerse a lo escrito en el Código y tiene que hacerse oficial dejándolo por escrito. En este apartado hay que aclarar que el castigo varía dependiendo del tipo de delincuente y víctima, ya que no es lo mismo que un hombre libre ataque a un esclavo que viceversa.
En el Código de Hammurabi también se tratan otro tipo de leyes referidas al robo, la actividad agrícola, el daño a la propiedad, la mujer, el matrimonio, los menores de edad, los esclavos, el homicidio y las lesiones. Un aspecto bastante curioso de este código es que fue colocado y expuesto de modo que pudiera ser visto por todo el mundo, para que nadie alegara que había cometido un delito ignorando que existía una pena.
Damos ahora un gran salto en el tiempo. Corría el año 508 a.C., cuando en Roma caía la monarquía y se establecía la república. A partir de ahí, todos los monumentos que los romanos levantaron por todas partes llevaron las siglas SPQR, que quiere decir: Senatus Populos Que Romanus, o sea “el Senado y el pueblo romano”.
Sabemos, más o menos, lo que era el Senado, el que legislaba, pero no tenemos una idea clara de qué era el pueblo, que no correspondía en absoluto a lo que nosotros entendemos con esa palabra.
En aquellos lejanos días de Roma, el pueblo no incluía a toda la ciudadanía, como ocurre hoy en cualquier democracia, sino tan solo dos “órdenes”, es decir, dos clases sociales: la de los “patricios” y la de los “quites” o caballeros.
Los patricios eran los que descendían de los paires, o sea de los fundadores de la ciudad. Naturalmente, estos acapararon las mejores tierras y se consideraban un poco los dueños de la casa con respecto a los que vinieron después.
Los quites o caballeros procedían todos del comercio y de la industria y su gran sueño era convertirse en senadores. Para lograrlo, no solo votaban siempre, en los comicios, de acuerdo con los patricios que tenían las llaves del Senado, sino que no vacilaban en entrar pagando de su bolsillo cuando se les confiaba una oficina o un cargo, pues los patricios se hacían pagar muy caro la concesión del alto honor. Y cuando los patricios se casaban con una hija de caballero, por ejemplo, exigían una dote de reina. Y tampoco el día en que el caballero lograba finalmente convertirse en senador, no era acogido como pater, es decir como patricio, sino como conscriptus, en aquel Senado que de hecho estaba constituido por “padres y conscriptos”, paires et conscripti.
El pueblo lo constituían, pues, solamente estos dos órdenes: patricios y caballeros. Todo el resto era plebe, y no contaba. En la plebe se incluía un poco de todo: artesanos, agricultores, pequeños comerciantes, empleados y libertos. Y, naturalmente, no estaban contentos de su condición. Por eso, el primer siglo de la república romana estuvo enteramente lleno con las luchas sociales entre los que querían ampliar el concepto de pueblo y los que querían mantenerlo restringido a las dos aristocracias: la de la sangre y la de las carteras llenas.
Esa lucha comenzó en el 494 a.C., es decir, catorce años después de la proclamación de la república, cuando Roma, atacada por todas partes, había perdido todo lo conquistado bajo la monarquía. Al final de aquella ruinosa guerra, la plebe, que había proporcionado la mano de obra para llevarla a cabo, se encontró en condiciones desesperadas. Muchos habían perdido los campos, que quedaron en territorios ocupados por el enemigo. Y todos, para mantener a la familia mientras estaban en el ejército, se habían cargado de deudas, que en aquellos tiempos no era cosa sencilla, como lo es ahora. Quien no las pagaba, se convertía automáticamente en esclavo del acreedor, el cual podía encarcelarlo en su bodega, matarlo o venderlo.
¿Qué podían hacer aquellos plebeyos para reclamar un poco de justicia? En los comicios no tenían voz y, por tanto, no podían cambiar nada. Entonces, se convirtieron en “insumisos o antisistema”, como se diría hoy, comenzaron a agitarse por calles y plazas, pidiendo por boca de los más desenvueltos, que sabían hablar bien, la anulación de las deudas, un nuevo reparto de tierras que les permitiese remplazar las pérdidas y el derecho a elegir magistrados propios.
El Senado prestó oídos sordos a estas demandas. Y entonces, la plebe, o por lo menos amplias masas de plebe, se cruzaron de brazos, se retiraron al monte Sacro, a cinco kilómetros de la ciudad, y dijeron que a partir de aquel momento no darían un bracero a la tierra, ni un obrero a las industrias, ni un soldado al ejército.
Esta última amenaza era la más grave y apremiante, pues, precisamente en aquellos momentos, restablecida la paz con los vecinos de casa, latinos y sabinos, una amenaza nueva se perfilaba por la parte de los Apeninos, desde cuyos montes habían comenzado a penetrar hacia el valle, en busca de tierras más fértiles, las tribus bárbaras de los ecuos y de los volseos.
El Senado, con el agua al cuello, mandó embajada tras embajada a los plebeyos para inducirles a regresar a la ciudad y a colaborar en la defensa común. Pero los plebeyos, duros, respondieron que no había elección: o el Senado cancelaba las deudas liberando a quienes se habían convertido en esclavos porque no las habían pagado, y autorizaba a la plebe a elegir sus propios magistrados que la defendiesen, o la plebe se quedaba en el monte Sacro, aunque viniesen todos los bárbaros de este mundo a destruir Roma.
Finalmente, el Senado capituló. Canceló las deudas, restituyó la libertad a quienes habían caído en la esclavitud por ellas, y puso a la plebe bajo la protección de dos tribunos y de tres ediles, elegidos por la propia plebe, cada año. Fue la primera gran conquista del proletariado romano, la que le dio el instrumento legal para alcanzar también las demás por el camino de la justicia social. El año 494 a.C., es muy importante en la historia de Roma y de la democracia.
Además los plebeyos, desde que habían vuelto del monte Sacro, no cesaron de pedir que las leyes no fuesen dejadas más en manos de los sacerdotes y de los patricios, sino que se publicasen de modo que cada uno supiese cuáles eran sus deberes y cuáles las penas en que incurrirían en caso de infringirlas. Hasta aquel momento las normas en que se basaba el magistrado que juzgaba habían sido secretas, reunidas en textos que los sacerdotes conservaban celosamente y mezcladas con ritos religiosos con los que se pretendía averiguar la voluntad de los dioses. Si el dios estaba de buen humor, un asesino podía salir de apuros; si el dios tenía mal día, un pobre ladronzuelo de gallinas podía terminar en la horca. Dado que quienes interpretaban su voluntad, magistrados y sacerdotes, eran patricios, los plebeyos se sentían indefensos.
Bajo la presión del peligro exterior, de los volseos, de los ecuos, de los galos y la amenaza de una segunda retirada al monte Sacro, el Senado, tras muchas resistencias, capituló, y mandó tres de sus miembros a Grecia, para estudiar lo que había hecho Solón en este terreno. Cuando los mensajeros volvieron, fue nombrada una comisión de diez legisladores, llamados por su número decenviros. Bajo la presidencia de Apio Claudio, redactaron el código de las Doce Tablas, que constituyó la base, escrita y pública, del derecho romano.
Esta gran conquista lleva la fecha del año 451a.C., que correspondía, aproximadamente, al tricentenario de la fundación de Roma. No era aún el triunfo de la democracia, que solo había de venir un siglo después, con las leyes de Licinio Sextio, pero era ya un gran paso adelante. La “P” de aquella sigla SPQR comenzaba a ser el Populus, tal y como nosotros lo entendemos hoy.
José Antonio Parra Tomás
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