LA MONARQUÍA HISPÁNICA
Una mirada a nuestra historia, esa historia conformada por la convivencia de los diferentes reinos, señoríos y condados que la conformaron hasta el cambio dinástico tras la Guerra de Sucesión.
JOSÉ ANTONIO PARRA TOMÁS
1/5/20257 min read


En la primera semana de octubre, visité la feria y fiestas de Gandía (Valencia), dedicadas a su patrón, su hijo más ilustre, san Francisco de Borja. Durante las fiestas presencié una manifestación bastante importante, encabezada por la bandera aragonesa y por un grupo de “migueletes”, vestidos como soldados de época, de inicios del siglo XVIII. Tuve ocasión de hablar con algunos de ellos y me explicaron que así vestía la milicia valenciana que luchó en la Guerra de Sucesión. También comentaron que “si hubiese ganado Carlos, el pretendiente austriaco, Aragón y, en particular, el reino de Valencia tendrían hoy su propio régimen jurídico independiente”.
Y es que España en la mayor parte de su Historia como unidad territorial heredera de la antigua Hispania, ha estado compuesta por un conjunto de reinos. La monarquía hispánica, conocida oficialmente como la monarquía católica, era un conglomerado dinástico de diversos reinos, condados y señoríos, donde cada uno conservaba sus propias leyes, fueros y privilegios.
Y nunca España fue una nación unitaria hasta la creación de los estados liberales en el siglo XIX, apoyados por los nacionalismos nacidos en ese siglo fruto del romanticismo de la época, ya que los poetas y artistas románticos intentaron crear un sentido de herencia colectiva compartida, un pasado cultural común, como base del nacionalismo.
Todos los países europeos han sufrido este proceso de unificación que culmina, en el siglo XIX, resultado de un proceso que nace con la Ilustración y la Revolución Francesa. En el caso de España hay que marcar el inicio de este proceso a principios del siglo XVIII, con el cambio de dinastía de los Austrias a los Borbones.
Cuando Isabel y Fernando contrajeron matrimonio uniendo ambas coronas (Castilla y Aragón), se produjo así la unidad de una gran parte de la península ibérica. Sin embargo, esta unidad estaba representada solamente por la monarquía conjunta de los Reyes Católicos, puesto que a nivel jurídico cada reino era independiente. Si bien la Corona de Castilla ya tenía cierta unidad aún estando compuesta por los reinos de Galicia, León, las provincias vascongadas y el propio reino de Castilla; por otro lado, la Corona de Aragón, con los reinos de Valencia, Aragón, el condado de Cataluña y el reino de Mallorca, mantenía sus diferencias jurídicas.
El que las dos Coronas, Castilla y Aragón, quedaran bajo los mismos reyes, no significó que se avanzara en su integración, pues cada territorio mantuvo su organización legal y constitucional. Esta realidad era admitida por los reyes sin titubeos, como parece demostrar el uso de los títulos tradicionales que incluyen detallados los lugares de donde son reyes (de Castilla, León, Aragón, Sicilia, Toledo, Valencia, Galicia, Mallorca, Sevilla, Cerdeña, Córdoba, Córcega, Murcia, Jaén, los Algarbes, Algeciras, Gibraltar y Guipúzcoa), condes (de Barcelona, Rosellón y Cerdeña), señores (de Vizcaya y Molina), duques (de Atenas y Neopatria) y marqueses (de Oristano y Gociano). Tras esta fórmula había una concepción patrimonial del Estado, que compartían ambos monarcas y que contribuye a mantener cada territorio de la monarquía con sus propias características. Además, los reyes no aspiraban a cambiar los límites jurídicos ni territoriales de sus reinos.
Aunque en múltiples ocasiones escuchamos el gran poder que poseían los reyes en aquella época, lo cierto es que la forma de gobernar reinos tan distintos comportaba muchas dificultades para la Corona, que tenía que tener en cuenta los diferentes fueros y jurisdicciones.
La consecuencia de todo ello era que los reyes no tenían los mismos poderes en sus Estados. Así, mientras en la Corona de Castilla gozaban de una amplia libertad de acción debido a la debilidad de las Cortes de Castilla, en los estados de la Corona de Aragón su autoridad estaba considerablemente limitada por sus Cortes, sus leyes e instituciones.
Esto explica que Castilla soportara la mayor carga de los gastos de la monarquía pero, por eso mismo, también gozaba del beneficio de constituir el núcleo central de la misma; por ejemplo, la inmensa mayoría de los cargos eran ocupados por la nobleza castellana y por juristas castellanos, y que quedara adscrita a su Corona el Imperio de las Indias.
Así por ejemplo, las levas de soldados se hacían en los territorios europeos de la Corona de Castilla, Países Bajos españoles, territorios de Italia, y en la propia Castilla, pero no se hacían en Aragón, puesto que tenía un sistema jurídico diferente y no se permitía a los reyes hacer levas libremente. Otro ejemplo: cuando se descubrió la traición del secretario de Felipe II, Antonio Pérez, fue detenido y condenado a muerte; sin embargo, escapó de su prisión en Madrid y huyó a Zaragoza, usando su ascendencia aragonesa (la familia procedía de Monreal de Ariza) para acogerse a la protección de los fueros de Aragón, contra los que Felipe II no podía hacer nada.
Esta complejidad de la monarquía hispánica, hace que Carlos V, (I de España), le gustara acudir a sus distintos reinos personalmente, de ahí sus numerosos viajes por Europa y por la península. Sin embargo, su hijo y sucesor, Felipe II, prefirió residir en el reino de Castilla, en el monasterio del Escorial.
Después de Carlos I, el resto de los reyes de la casa de Austria respetaron la autonomía y la jurisdicción de cada reino, sus costumbres y sus fueros, tal y como lo había dispuesto Isabel la Católica en su testamento.
El poder real estaba encargado de velar por el respeto y la conservación de los diferentes derechos, y se hallaba limitado tanto por ellos como por la ley divina y la ley natural.
Hay un libro del historiador e hispanista británico John Elliott, titulado La España Imperial (Premio Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales 1996), donde explica las diferentes formas de concebir el gobierno de los distintos territorios. Los castellanos preferían un gobierno unitario, centralizado, y que las leyes de Castilla se impusieran en todo el territorio peninsular, algo que, además, facilitaría mucho el poder real. Pero, por otro lado, los aragoneses pretendían mantener sus jurisdicciones y sus fueros, que les otorgaban mayor independencia de la Corona.
La Guerra de Sucesión española y la victoria de Felipe de Anjou (Felipe V, el primer rey de la dinastía Borbón) sobre el archiduque Carlos de Austria, trajo consigo las formas de gobierno absolutista de la monarquía francesa. Si bien, en un principio, Felipe V se propuso jurar y respetar los fueros de los reinos de Aragón, el levantamiento de éstos contra Felipe V, apoyando al archiduque Carlos de Austria, y la guerra que vino a raíz de ese levantamiento, hizo que, al ganar la guerra, Felipe V anulara los fueros de la Corona de Aragón y estableciera las leyes de Castilla en todo el territorio peninsular, exceptuando claramente Portugal, que ya era independiente de la monarquía Hispánica, y las provincias vascas que se mantuvieron fieles a Felipe V.
Así, por ejemplo, cuando terminando la Guerra de Sucesión, el duque de Berwick entró en la ciudad de Valencia, hizo una primera advertencia de lo que podían esperar la ciudad y el Reino del nuevo poder borbónico: “Este Reyno ha sido rebelde a Su Magestad (Felipe V) y ha sido conquistado, haviendo cometido contra Su Magestad una grande alevosía, y assí no tendrá más privilegios ni fueros que aquellos que su Magestad quisiere conceder en adelante.”
Así pues, los Decretos de Nueva Planta, promulgados por Felipe V, vencedor de la Guerra de Sucesión, anularon los Fueros de los reinos de la Corona de Aragón. Las Cortes de Aragón fueron disueltas y se les concedió el derecho a asistir a las Cortes castellanas, que se convierten en Cortes comunes a toda España salvo Navarra, que mantuvo sus Cortes hasta 1841. Se sustituyó al virrey por un capitán general y se impuso que el idioma oficial en Cataluña y Valencia fuese el de Castilla, es decir, el castellano.
Con esto se comenzaría a imponerse la unidad peninsular y a desaparecer la monarquía compuesta propia del periodo de los Austrias. A pesar de eso, no se adaptaron totalmente sus normas a las leyes de Castilla, ya que se siguió gozando de la exención de quintas.
Con la independencia de la América Hispana en el siglo XIX, y con el romanticismo y nacionalismo, que surgió a finales del mismo siglo, se impuso la idea de Estado Nación unitario y centralizado que hoy pervive en España.
La idea de la monarquía compuesta de varios reinos se abandonó, aunque no se olvidó la realidad multiregional de la península. Ya durante el periodo de la Primera República surgieron partidos de carácter federalista y años después, en el siglo XX, la propia Transición democrática trajo consigo el sistema español de las autonomías. Sin embargo, no se puede comparar ninguna de estas dos ideas a la original de la monarquía compuesta, puesto que aquella respetaba mucho mejor las tradiciones y leyes de los diferentes reinos, mientras que las ideas federalistas y autonómicas se basan en concepciones económicas y políticas más que en concepciones históricas.
Actualmente existen movimientos de carácter independentista en algunas regiones que conforman España, alegando derechos históricos. Sin embargo, estas ideas no nacen de aquella concepción de monarquía compuesta, sino de los propios nacionalismos que surgieron en el siglo XIX. Por tanto, no son ideologías de carácter histórico o cultural sino que encierran intereses político-económicos.
Tal vez pretender la unidad político-cultural de España no sea el camino más adecuado, teniendo en cuenta los orígenes que tenemos como nación. No obstante, tampoco una división arbitraria fruto de deseos sectarios, económicos o ideológicos es una buena solución. La historia, ya decía Cicerón, es “maestra de vida”, por ello, tal vez, deberíamos mirar más a menudo al pasado para poder encontrar de nuevo el camino cuando lo perdemos.
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