LA PARRA, LA UVA Y MI GATA MISSY

A veces las cosas simples que pasan a nuestro alrededor tienen un encanto especial y merecen ser contadas, este es el caso. Un conjunto de pequeños detalles que contados con la pasión y sensibilidad propia de quien lo vive, nos transportan a todos hasta ese momento.

TERESA M. CARRASCO

Teresa M-Carrasco en Asociación la Tortuga de El Charco.

7/23/20252 min read

LA PARRA, LA UVA Y MI GATA MISSY

El sol de julio, en la Costera, pegaba con fuerza. Cada mañana, el aire temblaba sobre el patio y las hojas de la parra, que cubría casi toda la pérgola, brillaban con un verde intenso. Este año, la cosecha prometía ser espectacular; los racimos de uvas blancas colgaban por todas partes, gordos, translúcidos, como perlas esmeriladas a punto de estallar de dulzura. Pesaban, vaya si pesaban.

​Había una rama en particular, una de las más antiguas y gruesas, que soportaba un racimo descomunal. Era tan grande que apenas cabía en la palma de una mano, y las uvas se apretujaban unas contra otras, hinchadas al máximo. Se notaba la tensión en la madera; la rama se curvaba más de lo normal, con un crujido sordo cada vez que una brisa la mecía.

​Yo estaba regando unas macetas cercanas cuando oí un crujido más fuerte, un lamento final de la madera. No fue un estruendo, sino un sonido seco, casi delicado. La rama, incapaz de soportar más su propia generosidad, cedió. Con una lentitud casi poética, aquel racimo gigante de uvas blancas, se desprendió de la parra. Cayó sin violencia, rebotando un par de veces en las hojas inferiores antes de posarse con un suave plop en la tierra mullida bajo la parra. Las uvas, por milagro, permanecieron intactas, formando una montañita pálida y brillante.

​Justo en ese instante, como si lo hubiera estado esperando, apareció Missy, mi gata, había estado tomando el sol en el suelo fresco del patio. Sus orejas, que hasta entonces se movían perezosas al ritmo de algún insecto invisible, se irguieron con viveza. Sus ojos, como dos esmeraldas de color verde, se fijaron en el racimo.

​Se acercó sin prisa, con su andar elegante y silencioso, hasta quedar a solo unos centímetros. Su cabeza se inclinó ligeramente, los bigotes temblaron mientras aspiraba el dulce aroma de las uvas rotas. No hubo susto, ni salto, solo una mirada embobada, de pura curiosidad. Parecía analizar la situación con la seriedad de un científico: ¿Cómo había llegado eso allí? ¿Era comestible? ¿Por qué se había caído ese tesoro? Me miró, luego al racimo, y de nuevo a mí, como buscando una explicación para aquel regalo inesperado de la naturaleza.

​Por un momento, el tiempo se detuvo. La parra herida, el racimo caído y Missy, mi gata rubia, inmersa en su particular asombro felino. Fue un pequeño instante de la vida del campo, donde la abundancia y la fragilidad se encontraron bajo la mirada atenta de una observadora muy especial.

TERESA M. CARRASCO