LA TORRE DE LA CATEDRAL DE MURCIA

Como cualquier obra catedralicia o parte que se precie, la construcción de la torre de la catedral de Murcia se alargó en el tiempo, los dineros y los problemas técnicos fueron la causa. La torre tiene diferentes estancias que cumplen hoy diferentes funciones, casi siempre desconocidas para la mayoría y como no puede ser de otra forma, alberga un buen número de campanas que a lo largo del tiempo han cumplido diferentes funciones, algunas muy curiosas.

JOSÉ ANTONIO PARRA TOMÁS

José Antonio Parra en Asociaicón la Tortuga de El Charco

9/14/20258 min read

La torre de la catedral de Murcia comienza a construirse en la segunda década del siglo XVI, con la pretensión de ser “la torre más alta de España”. Un empeño casi logrado. Hoy es un faro espiritual y un hito entrañable para cualquier murciano, pues sigue siendo la construcción más importante de la ciudad con sus 96 metros, superada tan solo en España por la Giralda de Sevilla, con 97 metros, por el “giraldillo”.

De niño, y también de joven, subí varias veces a la torre de la catedral, con sus 18 rampas, que suman más de doscientos metros, y una escalera de caracol de 166 escalones. Éste era el trayecto que recorrían los nuevos obispos hasta alcanzar la parte más alta de la torre y quedarse boquiabiertos ante el espectáculo que ofrecía la huerta. Pero, era un poco más abajo donde, durante varios meses al año y durante varios siglos, la religiosidad popular se transformaba en conjuro para espantar a las temibles tormentas que en verano asolan esta tierra.

Hubo una primera torre en la catedral gótica, en torno a la capilla actual de Jacobo “el de las leyes”, que fue derribada para construir la actual. En 1519, solamente 27 años después del descubrimiento de América y la expulsión de moriscos y judíos, empieza a cimentarse la torre. La sede episcopal de Cartagena disponía de un buen presupuesto, porque el obispo Mateo Lang de Wellenburg, de origen alemán, que fue arzobispo de Salzburgo y cardenal en Roma, ejerció como mecenas del proyecto.

Mateo Lang tuvo mucha influencia a la hora de la elección de Carlos V como emperador de Alemania, y el emperador se lo agradeció poniéndolo al frente de la Diócesis de Cartagena-Murcia. Lo curioso es que fue obispo de Cartagena durante 27 años, y durante todo ese tiempo nunca puso un pie en tierras murcianas, ya que estuvo inmerso en la política imperial centroeuropea. Pero eso no fue motivo de descuidó de sus obligaciones con los murcianos. Sus instrucciones al deán para la administración de la Diócesis, son un modelo de precisión germánica. En Salzburgo recibió varias veces la visita del cabildo catedralicio murciano, a los que daba normas concretas para la administración diocesana. Entre otras cosas, el obispo Mateo Lang, promovió el arte en la catedral y envío mucho dinero para Murcia, que se empleó para realizar el primer cuerpo de la torre, donde aparece su escudo. Se da la paradoja de ser uno de los obispos de la diócesis del que hay más documentación, aunque esta documentación se encuentra en Salzburgo.

Arquitectos vanguardistas italianos fueron contratados para levantar la torre, teniendo en cuenta que el suelo es muy arcilloso, con alto nivel freático y a unos metros del río Segura. Para evitar problemas futuros de estabilidad Francisco Florentino se encargó de la cimentación, desde 1519 a 1521, año en que falleció. Le sucede Jacobo Florentino, que no tenía ningún vínculo con el anterior, salvo ser natural de Florencia, y empieza en 1521 a construir el primer cuerpo. Hay una placa de mármol a la vista de cualquiera, pero que casi nadie ha visto, que conmemora la primera piedra, donde se cita al emperador Carlos V, a su madre, Juana (la loca) de Castilla, al Papa Inocencio X y al obispo Mateo Lang. El estilo renacentista, que impera en el siglo XVI, aparece en pilastras y frisos, decorados con motivos vegetales y musicales, e incluso algún candelabro.

Jerónimo Quijano, grandioso arquitecto de origen cántabro, autor de la portada de la antesacristía y de la Capilla de Junterones, reducirá la decoración en el segundo cuerpo, más alto que el primero, que es bastante peculiar, por la aparición de bucráneos (cabezas de buey) en la base de las pilastras y ramos de frutas de otoño colgando de las ventanas, pudiéndose distinguir níspolas, membrillos, granadas, piñas silvestres… En los años 30 del siglo XVI, cuando acaban el segundo cuerpo, se decide no seguir construyendo la torre y paralizan el proyecto. El motivo es económico y técnico. A pesar del cuidado en la cimentación se dan cuenta de que la torre se está inclinando al este de forma considerable, como se puede apreciar si la vemos desde la plaza de la Cruz.

Doscientos años transcurrieron hasta volver a plantearse si continuaban elevándola. Es decir, esperaron a que se afirmase definitivamente, y en la primera mitad del siglo XVIII, José López y Juan de Gea plantean seguir construyéndola sin que se caiga, dotando de mayor consistencia la parte derecha. Ellos tratarán de rectificar y compensar los pesos, y los cuerpos se van reduciendo en anchura a medida que crecen en altura. En el siglo XVIII ya impera el barroco, y en la segunda mitad del siglo se construye el cuerpo del reloj, el del templete y la cúpula final, de Ventura Rodríguez, diseñador de las plazas de Cibeles y Neptuno de Madrid. En 1793 se da por concluida la torre, con sus 96 metros, deslumbrando aún hoy a cualquier turista.

En la torre existen unos lugares extraños y casi desconocidos para muchos murcianos. El primero está en el segundo cuerpo, y es donde se encuentra el archivo catedralicio, que es el segundo archivo más importante de Murcia, después del archivo regional. Está ubicado a esa altura para evitar las posibles inundaciones por la proximidad al río. Algunos documentos se estropearon en un incendio en el siglo XVIII, y durante la guerra civil, que estuvo cerrado, algunos pergaminos fueron roídos por las esquinas (las ratas no son tontas y descubren que se envenenan con la tinta). Hay documentos del siglo XIII, firmados por Alfonso X el Sabio y su hijo Sancho, y todas las actas capitulares del Cabildo.

El segundo es la sala de los refugiados, que daba cobijo a los delincuentes que solicitaban “asilo en sagrado”, ley medieval que daba protección a quien reclamaba clemencia, una práctica que venía de la antigua hospitalidad cristiana. Hoy acoge el archivo musical, con libros corales gigantes que deben ser movidos con ruedas. También se encuentra la llamada Sala de los Secretos, ubicada, igualmente, en el tercer cuerpo, que fue construido en 1765, en estilo barroco. El diseño de la sala, que presenta una bóveda de muy poca altura, resulta sorprendente y magistral. Cuando alguien habla en una de sus esquinas, solo es escuchado por quien se encuentre en la esquina contraria. Y al situarse en el centro de la bóveda, las palabras suenan dobles (Es semejante a la Sala de los Secretos de la Alhambra de Granada, que se encuentra en los sótanos de la sala de las Dos Hermanas).

Sobre la Sala de los Secretos se hallan los denominados “conjuratorios” o balcón de los conjuros. Son cuatro templetes con cúpulas piramidales, culminadas con las esculturas en piedra de los cuatro santos cartageneros: Fulgencio, Leandro, Isidoro y Florentina. En este lugar se celebraban los conjuros contra las tormentas, un antiguo ritual que aguantó el envite de los tiempos hasta el siglo pasado.

Ahuyentar una tormenta, no era un capricho de los parroquianos. El miedo a las riadas y a las nubes de pedrisco, aparte de por motivos religiosos, se fundaba en las consecuencias económicas de los hogares: cosechas destrozadas, graneros y pajares arruinados, árboles frutales arrasados… Sin embargo, el aspecto más curioso de la cuestión es la forma en que los murcianos intentaban protegerse de las tormentas.

Aún hoy, en algunos lugares de la huerta y el campo de Murcia, hay quien invoca a santa Bárbara, cuando el horizonte se enciende con algún rayo. Y no son las únicas precauciones: arrojar puñados de sal al suelo, o hacer con ella una cruz en la puerta, colocar tijeras con las puntas señalando al cielo, y cerrar puertas y ventanas para evitar las corrientes de aire, son cautelas que han aguantado el paso de los años. Incluso se han sumado otras más modernas, como apagar la televisión y la radio “para que la electricidad no llame a la tormenta”.

Hace algunos siglos era peor. Existía la creencia de que las tormentas de verano también afectaban a labores cotidianas, como era amasar pan o hacer queso. Y también enloquecían a las gallinas, cuyos huevos no cuajaban en pollitos. En algunas zonas se encendían las velas que se habían utilizado en los Oficios de Jueves Santo. Y, por encima de todo, solo el toque de los conjuros, calmaba el ánimo de los más asustadizos.

Tan importante era escuchar las campanas que el periodista Martínez Tornel, en su “Diario de Murcia”, nos relata la curiosa polémica suscitada a finales del siglo XIX en una pedanía murciana. Al parecer, una enorme y oscura nube se acercaba al lugar, enviando como advertencia mucho viento, un gran aguacero y algún pedrisco. Los parroquianos aguardan impacientes escuchar la campana de la ermita. Pero no suena. “Dice el sacristán que no le da la gana”, advierte alguien. Y se produce una revuelta, que no logra detener ni el alcalde pedáneo. La nube arrecia. Ante la ermita, el sacristán insiste en que no tocará la campana y le recuerda al alcalde que “usted no tiene nada que ver en las cosas de la iglesia”. Pero el alcalde no se arredra y, mientras se recrudece la tormenta del cielo y la que ha estallado en el suelo, consigue que suene la campana. La nube, seguramente porque estaba de paso, desaparece; aunque la cosecha de trigo se ha perdido y hay quien pide la cabeza del sacristán. Tiempo después se supo, por el enorme interés que suscitó el caso, que el sacristán también era el barbero de la pedanía. Desde hacía meses nadie requería sus servicios, pues se había corrido el rumor de que, con la misma navaja que afeitaba, había cortado una gangrena. Como venganza, el hombre había castigado así a todo el pueblo, comenzando por el alcalde, su principal cliente, y el primero que dejó de afeitarse en la improvisada barbería.

Los conjuros comenzaban el día 3 de mayo, festividad de la Santa Cruz, y se extendían hasta el 14 de septiembre, día de la Exaltación de la Cruz. En los conjuros sonaban hasta cinco campanas mediante un complicado engranaje de cuerdas. Dos se tocaban con pedal, otras dos con la mano derecha, y la última con la izquierda. El objetivo era rezar -cuando se oían las campanas- para conseguir del cielo la bendición de las cosechas y, sobre todo, para ahuyentar las tormentas y el pedrisco.

Desde el tercer cuerpo de la torre, por una escalera de caracol de 44 peldaños, se llega a la sala de las campanas, 21 en total, todas bautizadas y con nombre. Aún podemos admirar la espléndida Campana Mora o de los conjuros. Lleva inscrita en latín la siguiente inscripción: “Ecce Signum, fugite partes adversae, vicit leo de tribu Judá, radix David. Aleluya” Su traducción, más o menos libre, viene a decir: “He aquí el signo (de la cruz). Huid enemigos (del alma, mundo, demonio y carne). Vence el león de la tribu de Judá, Cristo”. Mediante esta oración, combinada con el sonido de la campana, se creyó durante siglos que las tormentas huían.

Los toques de conjuro se realizaban a las siete, siete y cuarto, once, once y cuarto de la mañana, cinco y cinco y cuarto de la tarde. Luego, el último día, el 14 de septiembre, se producía una escena curiosa: los toques alegres de una banda de música subida en los balcones de la torre.

Estas costumbres, si se hubieran producido en otros países, a estas alturas serían casi fiesta nacional. Pero aquí, con nuestra forma de ser, ni nos preocupa ni nos altera ignorarlas.

Curioso:

Leo en el “Diario de Murcia” de 1890 lo siguiente que se consideraba noticia importante: “El campanero de la catedral, como anda trastornado, no sabe que hora es y ha tocado el conjuro a las diez”

También en el mismo diario de 1922 sorprende la siguiente noticia: “Se interesa el Alcalde que en nombre del ayuntamiento se envíe una comunicación al Cabildo para que se corrijan los defectos que se observan en el funcionamiento de las campanas de la Catedral, a causa de la huelga del campanero…”