LOS VISIGODOS

Evolución de los visigodos desde el arrianismo hasta el cristianismo por razones de orden práctico, gobernabilidad y mayoría de la población.

JOSÉ ANTONIO PARRA TOMÁS

José Antonio Parra en Asociación la Tortuga de El Charco

11/24/20245 min read

El Imperio romano obedecía la autoridad de un emperador con sede en Roma. Después de que el cristianismo se convirtiera en la religión oficial, parecía lógico que el Obispo de Roma (Llamado después Papa) fuese el rector religioso de ese imperio cristianizado. El Papado, crecido en su poder, prohibió interpretaciones de la doctrina distintas a la suya y persiguió a los obispos que las profesaban. Entre esos obispos herejes destacó Arrio, cuyos seguidores habían convertido a los godos al cristianismo.

Por tanto, los godos que se establecieron en Hispania eran arrianos, lo que, a efectos prácticos, fue peor que si hubiesen sido paganos, dado que los hispanorromanos eran católicos. Mientras el imperio romano se venía abajo, los obispos católicos andaban peleándose con los arrianos por el dogma de la Santísima Trinidad.

Los godos seguían las enseñanzas de Arrio, el cual sostenía que las tres personas de la Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, no eran del mismo rango, porque el Hijo era de naturaleza inferior al Padre, y desde luego no eterno. En cuanto al Espíritu Santo salía aún peor parado que el Hijo, pues era de menor entidad.

Las diferencias sobre la Santísima Trinidad dividían al cristianismo hispano en dos bandos: los sometidos hispanorromanos que eran católicos, y los dominadores godos, que eran arrianos. Había otra importante diferencia: los hispanorromanos pagaban impuestos, y los godos, no. No les convenía a los godos mezclarse con los hispanorromanos. Durante un tiempo se prohibieron los matrimonios mixtos, es decir, practicaron un cierto apartheid y se esforzaron por mantener su pureza de tribu. Además, su sociedad, estructurada en clanes militares, se adaptaba mal a la cultura urbana de los hispanorromanos.

El mayor avance hacia la normalización del Estado ocurrió durante los trece años de reinado de Leovigildo, a partir del año 569. Éste fue un monarca que pensaba a lo grande, admiraba a los romanos y hacía todo lo posible por parecérseles. Acuñó monedas de oro con su efigie, como hacían los emperadores romanos; adoptó las insignias reales romanas (la corona, el cetro y el trono), y hasta el título Flavius de los últimos emperadores. Este título sería usado después por los reyes medievales (para que veáis como el prestigio de Roma se va heredando por los siglos de los siglos). La actual Unión Europea, que se abre camino a trancas y barrancas, no es, nada más que ese genético deseo de volver a ser Roma la Grande.

Bueno, sigo con Leovigildo. Sus otras decisiones fueron igualmente juiciosas. Se dejó de tonterías y mezquindades de tribu y derogó la ley que prohibía los matrimonios mixtos y, en lo sucesivo, no hubo más diferencia que las de siempre: las de pobres y ricos.

Sin embargo, fue una pena que un rey tan afortunado, fracasara como padre. Cometió la torpeza de nombrar a su hijo Hermenegildo gobernador de la Bética, y el muchacho cayó en las fervorosas manos de san Leandro, que era obispo de Sevilla, y lo convirtió al catolicismo. Hermenegildo, fanático como todo converso, se rebeló contra su padre, además de dejarse manipular por los nobles béticos, todos católicos hispanorromanos, que añoraban los gloriosos tiempos del Imperio y soñaban con sacudirse el yugo de los godos. Pero

Leovigildo sofocó la rebelión y Hermenegildo murió en la cárcel. Naturalmente, la Iglesia lo hizo santo, igual que al obispo que lo convirtió, san Leandro, y también a sus hermanos, san Isidoro, san Fulgencio y santa Florentina, conocidos como los cuatro santos cartageneros, porque parece ser que nacieron en Cartagena, aunque la familia huyó ante la ocupación de los bizantinos, estableciéndose en Sevilla, y cuyos restos mortales (parte de ellos) descansan en una urna de plata expuesta en el altar mayor de la catedral de Murcia, ya que la mayor parte de los restos de san Fulgencio y santa Florentina están en la parroquia de San Juan Bautista de Berzocana (Cáceres), pueblo en donde fueron hallados sus restos en 1223 y del que son sus santos patronos, y los de san Isidoro, que descansan en la basílica de su nombre en la ciudad de León, de cuyo reino fue nombrado patrono. Por cierto, san Isidoro fue la primera autoridad científica de su tiempo. Su magna obra, Las Etimologías, es la última luz de Roma. Una enciclopedia que resume y recoge todo el saber antiguo: gramática, dialéctica, aritmética, geometría, música, arte, medicina y jurisprudencia.

Leovigildo implantó un Estado multirracial. Hubiera unido a la Península bajo su autoridad de no ser porque nunca llegó a ocupar Vasconia. Como vemos, los vascos han defendido siempre fieramente su independencia desde que existe memoria histórica, como ya ocurrió en la época de Augusto. No deja de ser motivo de reflexión.

En un país donde la mayoría de su población era católica, resultaba absurdo que la clase dominante goda siguiera siendo arriana y que una “minucia teológica” siguiera produciendo problemas de orden público. Leovigildo lo comprendió así, y al parecer, en su lecho de muerte, aconsejo a Recaredo, su hijo y sucesor, que se convirtiera al catolicismo.

Recaredo se convirtió y también convirtió, por decreto, a los obispos arrianos y al pueblo godo (Tercer Concilio de Toledo, en el 589). Con esta decisión se inicia el contubernio entre trono y altar, es decir Iglesia y Estado, que será una constante de la historia española hasta nuestros pecadores días.

La monarquía goda era electiva. El rey tenía que ser de estirpe goda y de buenas costumbres, pero como lo elegían los magnates y los obispos, procuraban que la elección recayera en algún pariente. El rey gozaba de poder absoluto y se rodeaba de un séquito de magnates, los gardingos o comites fidelis, cuya fidelidad se recompensaba con donaciones de tierras. De ellos y de los obispos se escogía al gobierno, cuyos ministros o comes se encargaban del Tesoro, de la Cancillería, etc. Este comes es el origen del título conde. En la Edad Media, ya pasada la época de los godos, al jefe del ejército se le llamaba condestable, es decir comes stabuli, el conde de los establos reales. A partir del siglo VI existió el Aula Regia o Consejo Asesor del rey, formado por magnates ajenos al gobierno. Así todos podían obtener su “tajada”.

Otra institución política de creciente importancia fueron los concilios eclesiásticos, de los que hubo muchos y se celebraban casi siempre en Toledo, la capital. Desde esta posición de fuerza, la iglesia acabó por desterrar los últimos vestigios de la cultura pagana, por ejemplo, los juegos circenses, que san Isidoro consideraba como culto al diablo, o el teatro, que lo relacionaba con la prostitución. Así, prohibidos los espectáculos institucionales, al ciudadano solo le quedaban las alegrías particulares.

Esta injerencia de la iglesia en la sociedad civil era su premio por el apoyo a la monarquía. El rey, a menudo un golpista que obtenía el poder destronando (liquidando) a su antecesor, convocaba concilio, y los obispos lo legitimaban. En justa correspondencia, él les firmaba decretos para perseguir a los judíos y paganos. Iglesia y trono eran como uña y carne, o una mano lava la otra. La tolerancia religiosa de los reyes arrianos, que había favorecido la convivencia de judíos, católicos, arrianos y paganos, dio paso a las persecuciones de la Iglesia católica contra paganos y judíos.

El dominio de la Iglesia tuvo también sus aspectos positivos. Ya empezaban a florecer los monasterios, que durante el largo eclipse de la Edad Media serían guardianes y transmisores de la cultura clásica, debidamente censurada y expurgada por los clérigos, claro está.

José Antonio Parra Tomás